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Heràclit |
Solo hay cambio si algo permanece, aunque no si todo permanece igual. Merece, por tanto, singular atención el fragmento de
Heráclito según el cual “cambiando descansa”. No es que, como suele aducirse en otro sentido, se trate de cambiar para que siga igual, es que, de no hacerlo, en verdad estamos finiquitados. Ahora bien, el único modo de ser distinto es que no todo sea sin más reemplazado. No es cuestión de defender o de discrepar de que sea o se haga de este modo, es que, de ser así, simplemente no debería llamarse de esa manera. Se trataría de otra cosa. Sin embargo, ni siquiera lo que permanece ha de sustraerse absolutamente al cambio. Requiere fundarse poética, efectiva y creativamente.
No basta con limitarse a trasladar. En una sociedad en la que los cambios y los momentos de cambio gozan de algún prestigio, muy singularmente asentados en algún modo de insatisfacción, a veces bien justificada, conviene detenerse en lo que ello puede significar. No para reivindicar su ausencia, sino para procurar que, por un lado, se traten efectivamente de tales y, por otro, sean a mejor. En tal caso, es poco un desplazamiento de lugar, se precisa más mudar que hacer una mudanza, más convertir que simplemente variar
Por ello no es tan fácil cambiar, ni exactamente es tan frecuente como parece. Salvo que nos limitemos a constatar que todo cambia, lo que no parecería exigir ninguna intervención específica por nuestra parte. Por cierto, estando también implicados como estamos en esa mutación, venimos a ser otros. Es en lo que consistimos, pero eso no parece ser especial noticia, aunque no deja de ser decisivo.
Bien suele citarse que en tiempos de agitación o de tribulación conviene no hacer mudanza. Sin embargo, la consideración del de
Loyola se topa con un presente en el que, precisamente, esos momentos se invocan como los más propicios para hacerla. Salvo que se aborde tal mudanza para no verse en la necesidad de una verdadera transformación, que llevaría el cambio hasta espacios más de raíz. En última instancia, todo cambio incluye un debate, más o menos explícito, más o menos realizado, de qué es lo que permanece. Y hay en ello un guiño rebelde, intenso y adecuado, aunque, como nos propone
Camus, “hay que dejar la época y sus furores adolescentes”. Pero no por eso deja de requerirse, y en ocasiones falta, “un principio de explicación”. Y entonces, “la rebeldía, sin pretender resolverlo todo, puede al menos dar la cara.” Ya no es el cambio que trastorna, es el que trasforma. Y ahí radica una nueva serenidad, que no es la de ninguna satisfacción.
La sensación de que el tiempo no hace sino dar espacios en los que fijar la posición, posibilidades para aplacar la furia de lo que es devenir, nos anima atratar de retener lo sucedido, de aislarlo y de mantenerlo a buen recaudo en el recuerdo de lo ya pasado. Tenemos así una referencia, una sensación de que la vida transcurre y de que, en esa medida, cambia. Pero ese transcurrir no es siempre la constatación de que algo diferente ocurre. A veces, no es sino la simple comprobación de que lo que sucede, siendo lo mismo, es temporal. Confundimos su dilación con el cambio, cuando no es sino una ratificación de su permanencia. Es lo que se invoca como que “es natural”, “son otros tiempos”. Y suele decirse: “la vida cambia”, hay que adaptarse a los cambios. Declaraciones del mero durar de lo que hay.
Sin embargo, no siempre es suficiente con la mera adaptación. Es más, ella es la que procura constatar los límites de todo cambio posible. Así que no es imprescindible ser muy perspicaz para pronosticar que volveremos a las ya andadas. Otro tanto sucede, si se entiende que cambiar es sencillamente sustituir. O que se limita a identificarlo con hacer renovaciones. Si en esto consistiera, finalmente, a pesar de algunas complejidades, resultaría un sendero más viable de lo previsto. Y más inocuo. Ciertamente, no sería igual, pero podría dar lo mismo.
Por eso no es tan fácil producir un efectivo cambio. Y por eso es tan frecuente repetir y reiterar los mismos caminos sin reitinerarlos, sin reactivar sus posibilidades. No basta proponérselo, y menos proclamarlo. Se precisa una labor minuciosa y pormenorizada. El cambio efectivo no es tanto un acto cuanto una acción y ello comporta un modo de proceder. Y más singularmente si ha de ser un cambio social, que exige todo un proceso. Eso incluye la consideración de aquello de lo que se parte, para en su caso provocar un auténtico desplazamiento, no solo un cambio de posición o de lugar, sino una verdadera concepción de otro modo de ser de lo real, otra realidad. De no ser así, deviene mera indumentaria y simple apariencia.
Que algo sea distinto no significa que sea diferente. La persistencia de sus contextos y estructuras, de actitudes y de comportamientos, algunos bien peculiares, no garantizan sino, tal vez, alguna novedad. En ocasiones ello puede ser suficientemente oxigenante y ofrecer riesgos no siempre mayores que el de restar anclados en lo ya existente. Sin embargo, la euforia de tal novedad no es necesariamente indicio de cambio, sino que podría ser la ratificación de que las condiciones de la situación permanecen inalterables. Entonces, cuanto más actividad de ese tipo, más confirmación. Y más quietud. Sólo ajetreo.
No nos resulta difícil subrayar lo que no cambia a fondo en aquello que queremos realmente diferente y que es competencia de los otros. Más nos cuesta reconocerlo en lo que nos ocupa más personalmente. En tal caso, convendría que nos incluyéramos. Salvo que nosotros, con lo nuestro, pretendamos ser precisamente la estabilidad que avista y garantiza los cambios ajenos, la atalaya fija, el lugar de referencia, la garantía, el punto de mira. De ser así, los propuestos por los demás nos parecerán mero maquillaje, mientras que los que nosotros procuramos correrían el riesgo de ser simple reproducción. Conviene, en efecto englobarnos, que es implicarnos, y vernos en la situación y a la distancia de ser concernidos, de sentirnos afectados.
Suenan timbales de cambios y efectivamente se requieren. Y bien decisivos, y estructurales, y transformadores. Sin embargo, no ha de darse demasiado por supuesto en qué consisten, ni en qué sentido y con qué alcance. No vendrían mal algunas conversaciones al respecto. A no ser que haya quienes ya se las sepan todas y ya hayan elegido, decidido y preferido lo que nos haría falta.Tampoco demos demasiado por supuesto quiénes son. Es muy habitual suponer que siempre son otros, mientras los demás hacemos lo propio, incluyendo en especial la necesidad de cambiar a quienes lamentan que procedan así el resto. Nos cuesta darnos por aludidos. Para que el cambio se produzca de hecho habrá que ir pensando en no desviar o desplazar todo discurso o propuesta en una dirección que no nos concierna.
Ángel Gabilondo,
"Cambiando descansa", El salto del Ángel, 17/06/2014