¿Dónde quedan las humanidades bajo el paradigma económico imperante? ¿Cuál crees que es su futuro?
En principio, se trata de un mero adorno. Las “humanidades” han de aprender a ser agresivas, mucho más
duras que las ciencias. Tienen una relación con la noche que a la ciencia le asusta y, para salir de esa reserva india a la que se las condena, deben aprender a
infiltrarse en el cuerpo social diurno, a dejar ahí sus cargas de profundidad. Si se refugian en la Universidad, aceptan su papel subsidiario.
¿Ya no queda otra alternativa en la universidad que especializarse? ¿Crees que es prescindible estudiar hoy en la universidad?
La Universidad, que es manifiestamente mejorable (aquí y en todas partes), es de todas formas una maldición si uno
cree en ella. Es aconsejable reservar las creencias para otras cosas. Con todo, uno puede especializarse (técnica, profesionalmente) y negarse a una especialización integral, digamos, anímica. Es imprescindible resistir a este nuevo tipo de clonación integral que se nos promete, aquello que el bueno de
Ortega llamaba la “barbarie del especialismo”. Es necesario mantenerse
sin especializar frente a la vida y la muerte, frente a lo que de común, de único e intransferible tiene cada existencia. De otro modo nos convertimos en monstruos, para los otros y para nosotros mismos. Alguien especializado integralmente, ¿con qué órgano va a amar, cómo va a odiar? ¿Cómo va a tener amigos y enemigos, en qué va a creer y por qué va a luchar hasta el fin de sus fuerzas? Sin todo esto, que no se puede especializar, aunque la información nos diga otra cosa, no es concebible la humanidad, sea cual sea el “nivel de vida”.
¿Qué hay detrás de la calidad? ¿Por qué abunda tanto este concepto? ¿Qué es una vivienda de calidad o una educación de calidad?
Asistimos a una inflación de la palabra “calidad” porque vivimos inmersos en el modelo global (un poco infantil, pero consolador) del tamaño, de la cantidad y lo numérico. Es así que nuestra cultura, ahogada por el puritanismo de la escala, enloquece con el mito de la
cualidad real. En la vida cotidiana ha de ser cercada, acosada, maltratada. A cambio, el mercado juega con su ilusión privada, con su simulacro de elite. Lo grave es que éste es el destino de la misma vida humana, considerada en conjunto. Hablamos de “calidad de vida”, pero en el fondo todos sabemos que se trata de una vida sometida a la cantidad (dinero, bienes, consumo, longevidad), una cultura esclava de lo numérico.
¿A qué es debido este fomento mediático contradictorio de la pérdida de las jerarquías, y al mismo tiempo, de la nostalgia ilusoria del retorno a las mismas? Como si hoy todo valiese y las fronteras jerárquicas se difuminaran. De ahí, supongo, de la añoranza a un pasado donde la autoridad y los valores estaban más marcados.
No sé si hay tal nostalgia o es una mera pose. La horizontalidad es nuestra demagogia, el índice de una voluntad de convertir la democracia (el “menos malo” de los regímenes conocidos) en una nueva metafísica. En este punto la hipocresía social ha dejado en pañales a las formas teatrales de antaño. Se nos llena la boca con la palabra “igualdad”, pero todos sabemos que ni siquiera una vida humana es igual a sí misma. El día que yo sea igual a yo (digamos, que mi existencia sea igual a mi identidad), se acabó, soy un zombi, estoy muerto. Como no confiamos en la singularidad de vivir, en la potencia de sus sombras, la igualación aritmética es la única manera que tenemos de soportar al otro. Pero entonces, reducido a un esquema general, ya no queda tal otro, ni siquiera en el interior de nosotros mismos. La soledad de un individuo que flota en el limbo de lo igual es el destino de una cultura, la nuestra, que ya no puede aceptar la diferencia real. Una prueba externa de ello es la ferocidad con que nos lanzamos sobre cualquier otro (sea persona o nación) que queda sin cobertura, al descubierto, en una singularidad sin canon y sin armas de ningún tipo para defenderse.
La crítica y el arte se han democratizado hasta el punto de que cualquiera puede ser crítico y artista sin apenas tener formación. El resultado es una sobrecarga de opiniones y oferta artística. ¿Cuál crees que debería ser el papel del arte y la crítica en esta situación?
Es posible que el problema no esté tanto en la “formación”, que siempre es un valor relativo y discutible, como en el coraje y la honestidad personales para afirmar y sostener algo distinto, que no necesite mendigar un lugar reconocible de antemano.
Cualquiera puede ser crítico o artista, creo. La única condición es haber pasado una temporada en el infierno y haber vuelto de ahí con una
forma, un poco perturbadora. Los seres humanos que persisten en nuestra memoria (sean van Gogh, Ribera, Chéjov, Rilke o Cage) han sido
cualquiera, hombres “del subsuelo” según decía
Deleuze,
antes y después de ser alguien reconocido. Para ello es condición necesaria, aunque tal vez no suficiente, haber aguantado la tempestad abstracta del afuera, un tipo de
mal que no es imputable a ningún verdugo conocido. Creo que el dilema es sencillo, como todo lo que importa. Para sobrevivir, a una vida amenazada mortalmente por dentro, una mujer o un hombre han tenido que volver a nosotros con una obra que les rebasa absolutamente. Una obra que ha salido de sus manos, para la cual sólo han sido
médiums. La crítica sólo puede estar a la altura de esa irrupción, que tiene algo de inhumano, volviendo a reproducir con palabras esa singularidad sin equivalencia. Parece que me estoy poniendo muy metafísico, pero intento hablar del colmo del delirio que llamamos sentido común.
Es como si el capitalismo se hubiera vuelto artista, demasiado pendiente de agradarnos de modo superfluo. Obsesionado por complacer a todos los públicos sin distinción. Atrapado en un deseo de consumo global que malogra a la larga todas sus expectativas y proyectos.
Efectivamente, estamos ante uno de los peores peligros. Un tipo de poder que se presenta como “fan de ti”, que quiere que disfrutes, que seas feliz y hagas tu vida. Si antes el modelo era el rompeolas autoritario, patriarcal y tosco (que enseguida levantaba resistencias) ahora el orden social es sonriente, materno y participativo. Como un poder uterino, un líquido amniótico que sólo quiere protegerte. ¿A qué precio? Con una sola condición: que aceptes que eres una víctima, débil y en perpetua crisis. De ninguna manera se va a tolerar que alguien sea verdaderamente libre, independiente de la hipocondría general. De ahí nuestro delirio con la “soledad”. De ahí también que
Virilio insistiese en que nuestro modelo humano, en el fondo, implica parecerse lo más posible a un “inválido equipado”. Y aquí un simpático militar recordaría: ¡Y ustedes no han visto nada todavía!
Esta tendencia a indiferenciar cualquier tipo de trabajo y conocimiento, véase
sociedades del conocimiento, por ejemplo, ¿a qué nos lleva?
Me tengo que repetir, a la fuerza: nos lleva a la protección de la homogeneidad y la nivelación, a lograr una auténtica
selección invertida. Igual que en los partidos políticos convencionales: el que no tenga ninguna idea propia ganará en los congresos. Es todo un dispositivo para discriminar positivamente la mediocridad. Es difícil separar las loas actuales al debilitamiento, a la sensibilidad, a la inteligencia emocional de esta homologación de la materia prima humana. Cada existencia debe transferir su sangre a un clon, a un
avatar que sea plenamente social. Los llamamientos a la “creatividad” son, más que nada, un recurso para conseguir esclavos que además sean felices, en otras palabras, que la humanidad elegida no se ahogue en el tedio.
¿Tan indiferentes somos como individuos respecto a otras épocas?
Jacques Lacan decía que el inconsciente no conoce el tiempo. No sólo me gusta la idea, sino que la extendería al horizonte entero de nuestras latencias. Nada importante en el hombre tiene tiempo. Debemos por eso atrevernos a “pensar como siempre”, a “vivir como siempre”, a “crear como siempre”. Solos frente a la muerte y, por lo mismo, generando continuamente comunidad. Esto es hoy lo más subversivo del mundo. Y no significa necesariamente dejar de ducharse y volver a volver a montar solamente a caballo (aunque la huida es una salida), sino más bien atreverse a
usar la tecnología actual con una mano para, con la otra, seguir viviendo una vida que no dejará de ser
elemental, por mucho que los nuevos mandarines nos vendan otra cosa.
¿No crees que abunda demasiado ese discurso cultural de determinada izquierda donde se representa a la CULTURA como salvación, como lugar donde solventar los conflictos políticos y sociales?
Sí, lo dije antes. Al final la religión siempre triunfa. Pero, religión por religión, prefiero la “antigua”, que sigue subsistiendo. Habla más claro, es menos simple y logra además una tensión mítica y literaria incomparable.
Abunda la fraseología y el eslogan como
pensamiento o
crítica, más que las argumentaciones y los debates más profundos. Se prefiere el consenso al disenso: la cervecita, la música y el buen ambiente en las exposiciones, y ni se te ocurra decir o hacer lo contrario.
Amenazo otra vez con repetirme. Nos cuesta mucho amar u odiar. El “buen rollo” de
compartir y
participar es la única salida de una cultura que no puede entender más que negativamente la violencia, por eso la duplica en formas terribles (para los otros) siempre que puede. Padecemos una incapacidad patética para la ruptura, para estar a solas con ningún fantasma (y todo lo importante tiene fantasmas, espectros no definibles), por eso buena parte de nuestras iniciativas se encharcan pronto en un penoso aburrimiento.
¿Cómo es que hay tanta oferta de artistas y obras, y tan poca gente que lea y las aprecie?
Porque vivimos en un mundo global que está sostenido por el narcisismo. Nuestro orden social es
macro e indiscutible, como lo fueron pocas religiones de antaño, porque ha conseguido ser
microfísico e infiltrarse en los tejidos de la vida. No debe ser casual que haya tantos dispositivos miniaturizados, portátiles. De este narcisismo que sostiene la “globalización” (o viceversa, tanto monta…) proviene que cada uno haya de ser famoso al menos diez minutos a la semana. Para eso están las redes sociales, sirviendo una notoriedad a la carta. En contra de lo que se dice, la “privacidad” no está en peligro en las redes, sino apuntalada hasta el absurdo. Cada uno de nosotros es ya una estrella y, aunque se queje mucho, en el fondo está encantado de haberse conocido. Esto vale también para casi todos los submundos supuestamente alternativos, donde lo que se busca es otra identidad que nos permita escapar de lo que Arendt llamaba
condición mortal. Creo que en el fondo es así de simple.
¿Qué valor le damos al tiempo? ¿Preferimos correr para no pensar?
Sí, eso es. El orden social antiguo controlaba a las poblaciones a través de los espacios. Nuestro dictado colectivo controla mucho más eficazmente a través del tiempo, que entra en cualquier espacio privado y en el mundo del ocio. Por tal razón trabajo y ocio tienden a indiferenciarse. Jamás el tiempo ha estado más milimetrado, en un orden social que funciona sin interrupción las 24 horas del día. Este “real time” del cuerpo social ha conseguido hace prácticamente imposible el instante, que es el espacio temporal en el cual se produce cualquier acontecimiento (breve y largo, rápido y lento a la vez) que nos cambia la vida. En este aspecto, la velocidad de la circulación, la rapidez del reemplazo perpetuo, es nuestro canon, pues nos libra del silencio, del temible “tiempo muerto” en el cual todavía podría ocurrir algo. Corremos para no tener destino, para que lo real no nos toque por ningún lado.
¿Si no tenemos un proyecto
útil, rentable o
aprovechable para el futuro, no somos nada?
Ser o no ser, nada o algo, es algo que sólo cada existencia puede decidir. No tiene, en cualquier caso, nada que ver con el concepto de utilidad, que siempre está impuesto desde un modelo externo, aunque se presente como “general”.
¿Habría que resistirse a este paradigma económico?
No es un modelo económico:
Marx dejo intacta la
forma de la economía, el corazón del capitalismo como cultura. Esta alianza de aislamiento y socialización, de insularidad y conexión que son la economía y la tecnología, construyen toda una metafísica. Tejen, con el pequeño relato cotidiano, una teleología de la historia que sistemáticamente favorece lo general sobre lo individual, lo mundial sobre lo local, lo masivo sobre lo singular. El problema es que al dejar atrás lo singular estamos abandonando el eje arcaico que nos mantenía vivos y también la única posibilidad que tenía lo común, de que alguna vez se produzca el acontecimiento del encuentro.
Dada la situación desastrosa, la imposibilidad de un trabajo duradero y digno, los problemas de identidad y la incertidumbre al futuro, parecemos adolescentes perpetuos. ¿Cómo puede actuar la filosofía en esta situación? ¿Cómo madurar de una vez?
Somos adolescentes perpetuos porque nos falta lo trágico, algo no elegido frente a lo cual madurar y poder ser joviales. Por todas partes se nos ha expropiado el trauma, una vía de contacto y resurrección a través del choque. Lo peor que ha hecho este sistema con el hombre es prometer ahorrarle la violencia de vivir. Al hacerlo, le ha quitado también la alegría. Constituye una catástrofe sin precedentes que lo que se llama contestación cultural se haya tragado el anzuelo.
¿No crees que hay mucho cinismo en las redes sociales, mucho señalar al otro, al “malo”? Si somos tan listos y críticos, ¿por qué las cosas van como van? ¿Reproducimos los modelos mediáticos de los que tanto nos quejamos?
Absolutamente. Facebook representa la idiotez media que nos salva de las sombras, nuestros demonios familiares: la soledad, la marginación social, el no “estar al día” y no ser “popular”, etc. Encarna directamente la estupidez de un limbo ingrávido, igual que nuestra vida social media y todo lo que, echando balones fuera, llamamos “capitalismo”. Definir un perfil y asociar amigos. Aislarse y compartir imágenes o frases impactantes. No es sólo el fin de lo que llamábamos lectura, es el fin de un mundo exterior. Si hubiese una “teoría de la conspiración” plausible (no creo en ella) sería esta idiotez juvenil que se ha extendido hasta la tercera edad. Idiotez que nos ha convertido en adolescentes crónicos y, a la vez, en seniles, incapaces para el riesgo. ¿Pesimismo? No, estoy jugando (pobre de mí) a provocar algo. Es nuestro orden social el que es aberrantemente pesimista. Y sólo podemos curarnos de él recuperando una cierta dosis de violencia de la que hemos sido expropiados.
Se abusa mucho de la palabra libertad, ¿quizá antes que libertad habría que hablar de necesidad?
Sí, libertad es una palabra gastada y sobrevalorada. ¿Qué hemos elegido, en realidad? ¿Nacer? No. ¿El nombre, el tono de voz, la personalidad, el carácter? Tampoco. Creo que un ser humano se pasa la vida dándole forma, haciendo tratable y llevando al lenguaje, lo que ha recibido desde atrás, desde un pasado
no decidido. Bien entendida, supongo que la
libertad consistiría en atravesar la necesidad, en dialogar con todo aquello que me ha influido y se ha depositado en mí. Pero me temo que estas ideas, próximas a
Freud, a
Nietzsche y a
Spinoza, no serían demasiado populares hoy en día. Por el contrario, nuestra mitología es la de la elección espectacular, a todo trapo. Adelante, pues, hasta el ridículo final.
¿Qué y cómo crees que debería ser hoy la escuela?
Es cierto que en esta bendita nación las cosas difícilmente podían ser peores, y no sólo por la labor de zapa de los gobiernos. Pero tampoco sé si esta cuestión tiene mucha importancia, ni si (en España o fuera) tiene remedio. La escuela debería dar entrada al viento del exterior, a la dureza de algunas irrupciones “salvajes”, en vez de a tanta medianía que ya han triunfado en la escuela… lo cual es, además, el colmo del círculo vicioso. Quiero decir, seguir más a
Berger y a
Handke, a
Valente,
Guerin o
Erice, que a los
Marina, los
García Márquez, los
Pérez-Reverte o los
Savater. Pero ya digo, no sé si esto es posible o, de producirse, si cambiaría algo en una cultura tan configurada como la nuestra. Sí sé que cuando hay algo que vale la pena, llámese
Sylvia Plath,
Nick Cave,
Lispector o
Loznitsa, no viene de la escuela… aunque haya pasado (en general, sangrando) por ella.
Y por último, ¿qué y cómo crees que debería ser hoy un libro de filosofía?
Intenso y lapidario. Piadoso y, por lo mismo, perturbador.
Breve por su intensidad, aunque sea largo como un día sin sol. Debe generar vacuolas de no-comunicación en la que podamos aprender a respirar de nuevo. Como
La piel de
Malaparte o algunos libros de
Virilio o
Pasolini. Como algunos textos de
Sokurov, de
Badiou, de
Agamben o
Han. Es necesario vivir, sentir, pensar y crear en los márgenes de nuestra asfixiante cultura de la mediación. Como diría
Baudrillard, en nombre de lo que él llamaba la operación
poética de la forma, casi “todo lo malo que le pase a esta cultura me parece bien”.
Ignacio Castro Rey,
Incomunicado, entrevista de
Alex Serrano para
Psychonauts , fronteraD, 28/06/2014