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by Raquel Marín |
Dada la gran cantidad de datos que continuamente se recogen y analizan, apenas podemos hacernos una idea de cuánta esfera privada perdemos y hasta qué punto nos hemos convertido en algo público. El mundo de los big data parece amenazar nuestra autodeterminación informativa y nuestra privacidad o, al menos, nos obliga a pensar y defender lo privado de una manera diferente de como solíamos hacerlo.
Hasta ahora, no todo lo que se hacía público permanecía siempre como tal; lo visto, las acciones y las opiniones eran algo pasajero, que podía caer en el olvido, si no había una intención expresa de inmortalizarlo de alguna manera. En Internet las cosas son de otra manera y no hay nada perecedero. Esta persistencia de los datos es lo que permite que nuestras huellas se registren, sean observadas por muchos y puedan analizarse en correlaciones complejas. Estamos bajo una constante supervisión: cuando usamos nuestra tarjeta de crédito o hablamos por el móvil, Google conoce nuestros hábitos de navegación y Twitter sabe lo que pensamos. Esta es la razón por la que se dispara la sospecha de control y manipulación.
Con el análisis de esta gran cantidad de datos se pueden hacer muchas cosas positivas como salvar vidas, mejorar la salud o la seguridad de las personas, organizar el tráfico o comprar los billetes de avión más baratos. Los algoritmos predicen la verosimilitud de tener un infarto, dejar de pagar un crédito o cometer un atentado terrorista. El análisis de los datos permite prever ciertas cosas y por eso Amazon realiza ya una especie de “venta anticipatoria” para satisfacer nuestros deseos antes de que los formulemos, al igual que otras empresas ofrecen nuestros datos a posibles empleadores antes de que hayamos pensado siquiera en cambiar de trabajo.
Es comprensible que nuestra primera reacción ante esta realidad sea recelosa. La respuesta lógica consiste en tratar de proteger la esfera privada contra el asalto exterior, estableciendo una demarcación entre el ámbito personal y la esfera pública. Detrás de dicha estrategia hay una concepción muy simple, tradicional, de lo público y lo privado, como si hubiera una clara distinción entre las formas de vida donde uno hace lo que quiere y el espacio público en el que estamos a disposición de cualquiera.
Pensamos en círculos concéntricos en cuyo interior está el ámbito de la afectividad y la idiosincrasia, de la familia y los amigos, la inmediatez donde somos lo que realmente somos, mientras que la sociedad sería el círculo exterior donde rigen reglas universales y estamos sometidos a las convenciones y el anonimato, cuando no a la simulación y la falta de autenticidad. Tenemos una idea de lo privado como aquello que no está al alcance de los demás, de lo incomunicable e inaccesible, algo completamente distinto de lo social. Esto es una privacidad que podríamos denominar 1.0, cuya reivindicación y defensa en el mundo digital carece de sentido. E incluso podríamos estar añorando un tipo de privacidad que en realidad no ha existido nunca (salvo, tal vez, en el espacio abigarrado y anónimo de las ciudades), como puede atestiguar cualquiera que tenga una experiencia de vida en el mundo rural, donde hay unas instituciones de control que para sí quisieran los sistemas totalitarios.
Hay razones, por tanto, para suavizar nuestras reticencias y no ponérselo tan fácil a la crítica, pues estamos ante un fenómeno más complejo, cuyo dilema central podría quedar formulado así: ¿cómo protegemos la privacidad en una sociedad compuesta por individuos a los que les compensa entregar sus datos? No me refiero a aquellos datos cuyo uso sería ilegal sino a los que son de disposición pública: cada vez dejamos más datos en el ciberespacio acerca de nuestra salud a través de los apps mediante los que nos monitorizamos; se puede reconstruir nuestro movimiento a partir del teléfono móvil; gracias a los navegadores que usamos también se nos puede localizar, nuestro consumo deja un rastro mediante el cual puede adivinarse buena parte de nuestra identidad... Seguramente no queremos ni podemos renunciar a la cantidad de sensores y sistemas de medida con los cuales se elabora el universo de datos en el que vivimos y del que nos servimos para innumerables tareas. Para las generaciones de los nativos digitales, la práctica de dejar huellas en la Red no es vista como una anomalía sino como una ampliación de la propia persona.
Lo interesante del asunto es que esos datos no son huellas que hayamos dejado involuntariamente.
Foucault decía que el poder lo tienen quienes observan y callan, no aquellos que dan información acerca de sí mismos. Pero precisamente esta es una de las conductas más habituales en la Red, en la que informamos acerca de nuestra localización, nuestras opiniones y costumbres.
Puede que ciertos objetivos como la autodeterminación informativa o la protección de la esfera privada, tal como los hemos entendido hasta ahora, se hayan convertido en figuras anacrónicas, en la medida en que no permiten formular denuncias contra el Estado o contra terceros, desde el momento en que hemos configurado ciertas formas de vida sincronizadas en la nube e Internet que, más que un lugar de descargas, es un espacio en el que colgamos información.
De hecho, buena parte de los procedimientos para proteger legalmente la privacidad son poco eficaces. Suelen mencionarse a este respecto el consentimiento individual, la opción de salirse y la anonimación. Lo primero tiene poco sentido cuando se trata de datos de cuya puesta a disposición de otros no fuimos conscientes; y, por tanto, no hemos podido dar nuestro consentimiento. Además, lo decisivo, lo que tiene valor, es el llamado uso secundario de esos datos, después de que se hayan recogido, y nadie pudo dar entonces su consentimiento para algo que no estaba previsto hacer. Por ello, la protección de la privacidad descansará menos en el consentimiento individual que en la responsabilidad del usuario. La opción de salirse es de una eficacia limitada porque incluso borrar los datos suele dejar alguna huella. Y la
anonimación de los datos no siempre funciona bien; tendría sentido en un entorno de datos escasos, pero el mundo de los
big data, donde se capturan y se recombinan cada vez más datos, facilita la reidentificación.
Las posibilidades tecnológicas nos sitúan ante capacidades y amenazas inéditas. El mundo de los grandes datos nos introduce en espacios salvajes, apenas sin colonizar, como el de la prevención, que amplía la capacidad de combate contra las enfermedades y fortalece nuestra seguridad; pero hay quien puede caer en la tentación de penalizar en virtud de la mera propensión o hacer un uso poco razonable de la sospecha, por ejemplo, hacia ciertos grupos de población (lo que ya ocurre en los seguros médicos y de enfermedad o en el trabajo de la policía). El espacio de la privacidad es precisamente uno de los más afectados por estas nuevas posibilidades de conocimiento anticipatorio. El género humano tiene una experiencia de milenios en cuanto a cómo observarse los unos a los otros y cómo regular esa observación de manera que no se lesionen derechos fundamentales, pero ¿cómo regular un algoritmo?
Con toda revolución informativa se modifican las condiciones de lo que podemos considerar público y privado, que tienen que volver a ser pensados, junto con lo propio y lo común, la intimidad y los derechos. En la sociedad de las redes necesitamos nuevas formas para institucionalizar las relaciones entre lo público y lo privado. Tenemos que hacerlo porque donde antes había causalidad ahora hay correlación; en vez de espionaje hablamos de monitorización; hemos sustituido los delitos y las enfermedades por las propensiones; lo probable ha sido reemplazado por lo probabilístico.
Si la imprenta obligó a la humanidad a pensar en la protección de la intimidad, de la libre expresión o los derechos de autor, el mundo de los
big data nos vuelve a poner esas tareas en condiciones no menos difíciles.
Daniel Innerarity,
La reinvención de lo privado, El País, 04/07/2014