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by Oliver Flores |
Veinticinco años después, es tiempo de debatir de nuevo sobre la Guerra Fría. En la década posterior a los acontecimientos de 1989 no hablábamos de otra cosa. Ninguno de nosotros previó la rápida desintegración del Imperio soviético, el retorno también veloz de Europa del Este a la democracia constitucional, o la agonía de los movimientos revolucionarios que Moscú apoyó durante tanto tiempo. Ante lo inesperado, de manera atípica nos ocupamos de pensamientos grandilocuentes. ¿Este es el “fin de la Historia”?, “¿qué queda de la izquierda?” Después, la vida siguió su curso y nuestro pensamiento volvió a hacerse pequeño. Europa dirigió su atención a construir una Unión Europea amorfa; Estados Unidos, al islamismo político y la quimera de fundar las democracias árabes; el mundo, en cambio, se concentró en el estudio de la economía liberal, convertida en la esencia de nuestro currículo global. Y así, por estas y otras razones, nos olvidamos de la Guerra Fría y eso parecía algo fabuloso.
No lo fue. La verdad es que no hemos reflexionado lo suficiente acerca del fin de la Guerra Fría y, en especial, acerca del vacío intelectual que dejó atrás. Aunque no sirviera para nada más, la Guerra Fría hacía que nos concentráramos. Las ideologías que estaban en conflicto, cuyos linajes podían remontarse a dos siglos atrás, ofrecían puntos de vista claramente opuestos a los de la realidad política. Ahora que ya no existen, se esperaría que las cosas tuvieran mucha más claridad. Sin embargo, al parecer ocurre justo lo contrario. Nunca, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y tal vez desde la Revolución rusa, el pensamiento político en Occidente había sido tan superficial y tan desorientado. Todos intuimos que están ocurriendo cambios desastrosos en nuestras sociedades y en otras sociedades cuyos destinos desempeñarán una función importante en moldear la nuestra. Sin embargo, carecemos de conceptos adecuados o, incluso, del vocabulario apropiado para describir el mundo en que vivimos. La conexión entre las palabras y las cosas se ha roto. El fin de la ideología no significa que haya desaparecido la oscuridad. Ha traído una niebla tan espesa que ya no podemos leer lo que está justo frente a nosotros. Vivimos en una era ilegible.
¿Qué es o qué era la ideología? Los diccionarios la definen como un “sistema” de ideas y creencias que tiene la gente para motivar su acción política. Pero la metáfora resulta inadecuada. Toda actividad práctica, no solo la actividad política, implica ideas y creencias. Una ideología denota algo diferente: se apodera de nosotros con una cautivadora imagen de la realidad. Siguiendo con la metáfora óptica, la ideología se apropia de un campo visual indefinido y lo enfoca de manera que los objetos aparecen en una relación predeterminada entre unos y otros. Las ideologías políticas que nacieron de la Revolución francesa fueron particularmente vigorosas porque tenían imágenes que revelaban la forma en que el presente emergió de un pasado comprensible y se dirigía hacia un futuro inteligible. En Europa dos grandes narrativas compitieron por captar la atención. Luego esto se extendió a todo el mundo: una narrativa progresiva, que culminaba en una revolución liberadora, y otra apocalíptica, que llegaba a su fin con la restauración del orden natural de las cosas.
La narrativa ideológica de la izquierda europea era una mezcla entre Prometeo encadenado y la vida de Jesús. Se asumía que la humanidad era igual a los dioses, pero estaba encadenada a la roca de la Historia por la religión, las jerarquías, la propiedad y la falsa conciencia. Durante miles de años todo siguió igual hasta que en 1789 se produjo el milagro de la encarnación y el espíritu de libertad e igualdad se hizo carne. El problema fue que a este milagro no le siguió una redención. Del mismo modo que los seguidores de Jesús debían realizar cierta labor teológica mientras el segundo advenimiento continuara aplazándose, durante los siglos XIX y XX la izquierda desarrolló una apologética revolucionaria para dar sentido a esa decepción histórica. Enseñó que, aunque la Revolución francesa cayó en el Terror y el despotismo napoleónico, preparó el camino para las revoluciones paneuropeas de 1848. Su vida fue corta, pero inspiraron la Comuna de París. Esta duró solo algunos meses, pero sirvió de ejemplo para la Revolución de febrero de 1917. Es cierto que luego la sucedieron la Revolución de octubre y el terror de Stalin. Pero, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el peregrinaje de la revolución se abrió paso hasta China y los países del Tercer Mundo, globalizando así la lucha contra el capitalismo y el imperialismo. Luego vino Camboya y la música dejó de sonar.
En Europa la derecha contrarrevolucionaria, a pesar de que en lo político fue mucho más fuerte durante el siglo XIX, no logró ofrecer una narrativa tan gloriosa como la de la izquierda. Formada en la reacción y bajo coacción, era oscura y menos inspiradora. Sin embargo, en momentos de crisis podía ser muy convincente. La historia que narraba era una mezcla entre la leyenda del hombre artificialmente creado por ritos cabalísticos y el Libro de las Revelaciones. En la versión más conocida de la historia del gólem, un rabino inserta en la boca de una figura de arcilla un pedazo de papel donde está escrito el nombre de Dios. La figura cobra vida y encolerizada se dirige a un gueto judío donde siembra el terror entre los habitantes hasta que el rabino le arrebata el papel de la boca. Si pensamos en el gólem como
le peuple, en la hoja de papel como los escritos de
Voltaire y
Rousseau, y en la destrucción del gueto como el Terror, nos hemos adentrado en la mente de la derecha reaccionaria.
En la leyenda el rabino logra amansar al gólem. Sin embargo, las fuerzas de la reacción nunca lograron controlar a las fuerzas revolucionarias que también tenían causas científicas, económicas y tecnológicas. Los ferrocarriles formaron una red de líneas a través del paisaje intacto. Las ciudades reemplazaron a aldeas y fincas; las fábricas, a las granjas; las escuelas laicas, a las religiosas; los políticos barbudos, a duques y condes; y los campesinos se convirtieron en una masa de trabajadores embrutecidos. A medida que avanzaba el siglo, la derecha romántica que soñaba con restaurar una era de dulzura e ilustración se transformó en una derecha apocalíptica, convencida de estar viviendo la Gran Tribulación. Y cuando la inesperada Revolución rusa triunfó y el marxismo pasó de ser una pequeña secta a una poderosa fuerza global, el rostro del anticristo quedó al descubierto para que el mundo lo viera. La batalla final había comenzado y a ella saltaron redentores nacionalistas que gobernaban a sus pueblos con mano de hierro y “pisotearon el lagar del vino del furor, y de la ira del Dios Todopoderoso” (
Apocalipsis 19:15). Nos hemos adentrado a la mente del fascismo.
Hablar de estos asuntos es –transcurridas dos décadas– conjurar un mundo perdido. El intento por transmitir a los jóvenes estudiantes de hoy –americanos, europeos e incluso chinos– el gran drama de la vida política e intelectual entre 1789 y 1989 hace que uno se sienta como un poeta ciego que canta acerca de la Atlántida perdida. Para ellos el fascismo es “el mal radical” y por lo tanto les resulta incomprensible y no pueden entender cómo logró desarrollarse y atraer a millones de personas. Al comunismo, aunque desde luego sirvió “para muchas cosas buenas”, tampoco le ven mucho sentido, sobre todo en la fe que la gente tuvo por la Unión Soviética. Hoy los estudiantes sencillamente no sienten atracción por la ideología, y les resulta difícil imaginar una mente que esté cautiva en ella. Es más fácil para ellos acceder al mundo de las
Confesiones de
San Agustín que al de
Dostoievski y las novelas políticas de
Conrad.
Es una bendición con matices. Muchos de quienes tenemos más de cincuenta años recordamos nuestras discusiones con comunistas y sus allegados, y habernos maravillado ante su impresionante –y, al cabo, repugnante– destreza. Con aire indulgente explicaban que lo que para nosotros eran hechos significativos, para ellos resultaba todo lo contrario; que aquello en apariencia trivial, en realidad constituía el meollo del asunto. No parecían llevar anteojeras que ocultaran la realidad. Por el contrario –y este era el problema–, podían ver absolutamente todo y la manera en que se conectaba mediante fuerzas ocultas que operaban a tremendas distancias. Cuando ocurría algún hecho embarazoso, instintivamente se lanzaban a la negación. Pero no pasaba mucho tiempo antes de que comenzaran las explicaciones casuísticas que defendían desde el Muro de Berlín hasta las Brigadas Rojas, pronunciadas con la seguridad de un jesuita en su hábito.
Hoy día ese tipo de gente ya no es común, y es un alivio. Pero hay que admitir que algunas valiosas cualidades intelectuales que desarrollamos para hacerles frente también han ido desapareciendo. Por ejemplo, la curiosidad y la ambición. Los intelectuales anticomunistas solían exponer las razones por las que la historia no puede ser dominada por un sistema o una idea. Las sociedades son demasiado complejas; las motivaciones humanas, demasiado diversas; y las instituciones son demasiado opacas como para obtener una imagen estática de la realidad o discernir las leyes invariables que las rigen. Pero ninguno de los líderes liberales de la Guerra Fría –
Raymond Aron, Daniel Bell, Leszek Kołakowski, Isaiah Berlin, Ralf Dahrendorf– pensó que los problemas que abordaba el marxismo fueran imaginarios o estuvieran más allá de la consideración humana. Se resistieron a la teoría marxista porque, a la postre, era inadecuada para la tarea que asumió, no porque su ambición estuviera mal dirigida. (No eran, vale la pena repetirlo, conservadores.)
Bell imaginó que el fin de las ideologías liberaría las mentes para investigar las sutiles e inesperadas reacciones entre las esferas políticas, económicas y culturales de la vida social moderna, a medida que se desarrollasen con el tiempo. No imaginó que se marchitara la voluntad misma de investigar. Pero ocurrió.
La izquierda radical no lo ve así. Para ella la era de la ideología nunca terminó. Simplemente, la nueva “visión hegemónica del mundo” ha sustituido al fascismo y al comunismo. Los norteamericanos lo llaman capitalismo democrático y están encantados; los europeos lo denominan neoliberalismo y no están contentos. Hay mucho de verdad en esto. Es difícil negar que el concepto de democracia –no importa cuán incomprendido o vilipendiado sea– es la única forma política que hoy puede reivindicar un reconocimiento global, si no universal. Y es cierto que el crecimiento económico es el objetivo común de los gobiernos de todo el mundo y se ha perseguido –la mayoría de las veces– con una fe irreflexiva en los beneficios sin costo del libre comercio, la desregulación y la inversión extranjera.
Yo iría aún más lejos. La liberación social que se inició en los años sesenta en algunos países occidentales encuentra menos resistencia entre las élites urbanas educadas de casi todas partes, y ha surgido una perspectiva cultural, o al menos un cuestionamiento. Esta visión tiene como axioma la primacía de la autodeterminación individual por encima de los lazos sociales tradicionales, se muestra indiferente hacia asuntos de religión y sexo, y siente a priori la obligación de tolerar a los otros. Desde luego, han surgido poderosas reacciones contra esta perspectiva, incluso en Occidente. Pero fuera del mundo islámico, donde los principios teológicos aún conservan autoridad, cada vez hay menos objeciones que persuadan a la gente que no tiene esos principios. La reciente e increíblemente veloz aceptación de la homosexualidad, e incluso del matrimonio homosexual, en tantos países occidentales –una transformación de la moral y las costumbres tradicionales que carece de precedentes históricos– dice más sobre nuestro tiempo que cualquier otra cosa.
Nos dice que esta es una era libertaria. Esto no obedece a que la democracia esté en marcha (en muchos lugares se halla en retroceso), o a que las munificencias del libre mercado hayan llegado a todos (tenemos una nueva clase de pobres), ni se debe a que ahora seamos libres para hacer lo que nos plazca (sobre todo porque resulta inevitable que los deseos entren en conflicto). No, la nuestra es una era libertaria por omisión: se han atrofiado las ideas o creencias o sentimientos que silenciaban la exigencia de una autonomía individual. No se dio ningún debate público ni se tomó votación alguna al respecto. Tras el fin de la Guerra Fría, simplemente nos encontramos en un mundo en el cual cada avance del principio de libertad en una esfera lo hace avanzar en otras, lo queramos o no. La única libertad que estamos perdiendo es la libertad de elegir nuestras libertades.
No a todo el mundo le gusta esto. La izquierda, sobre todo en Europa y en América Latina, quiere limitar la autonomía económica por el bien público. Sin embargo, de entrada rechaza los límites legales de la autonomía individual en otras esferas, como la vigilancia y la censura en internet, que también podrían servir al bien público. Esa izquierda quiere un ciberespacio sin controles en una economía controlada: una imposibilidad tecnológica y sociológica. En China, Estados Unidos o en cualquier otro lado, a la derecha le gustaría lo contrario: una economía permisiva con una cultura restrictiva, lo que, a la larga, también constituye una imposibilidad. Estamos como el hombre a bordo de un tren que avanza a gran velocidad y quiere detenerlo tirando del asiento de enfrente.
Sin embargo, nuestro libertarismo no es una ideología en el sentido antiguo. Es un dogma. Vale la pena tener en mente la distinción entre ideología y dogma. La ideología trata de conocer a fondo las fuerzas históricas que impulsan a la sociedad y para ello primero tiene que comprenderlas. Eso es justo lo que hicieron las grandes ideologías de los siglos XIX y XX. Lo hicieron demasiado bien. Al ser “totalizadoras” en lo intelectual apoyaron el totalitarismo político. Nuestro libertarismo opera de forma distinta: es sumamente dogmático y, como ocurre con todos los dogmas, sanciona la ignorancia sobre el mundo y ciega a sus seguidores con respecto a sus efectos en ese mundo. Parte de principios liberales básicos: la santidad del individuo, la prioridad de la libertad, la desconfianza de la autoridad pública, la tolerancia, pero no avanza más. No le gusta la realidad, no siente ninguna curiosidad con respecto a cómo llegamos hasta aquí o hacia dónde vamos. No existe una sociología libertaria (sería un oxímoron) ni una psicología o filosofía de la historia. En sentido estricto, tampoco existe una teoría política libertaria, puesto que no alberga ningún interés por las instituciones y no tiene nada que decir acerca de la necesaria y productiva tensión entre los propósitos individuales y los colectivos. No es liberal en un sentido que hubiesen reconocido
Montesquieu, los redactores de la Constitución estadounidense,
Tocqueville o
Mill. Ellos habrían visto el libertarismo como un credo muy similar al
sola fide de
Lutero: hay que dar a los individuos la máxima libertad en todos los aspectos de su vida y todo estará bien. Y si no,
pereat mundus (que perezca el mundo).
La sencillez dogmática del libertarismo explica por qué quienes de otro modo tendrían muy poco en común pueden suscribirlo: son fundamentalistas del
small government en la derecha estadounidense, anarquistas de izquierda en Europa y América Latina, profetas de la democratización, absolutistas de las libertades civiles, cruzados de los derechos humanos, evangelistas del crecimiento neoliberal,
hackers renegados, fanáticos de las armas, fabricantes de pornografía y economistas de la Escuela de Chicago en todo el mundo. El dogma que los reúne está implícito y no requiere explicación; es una mentalidad, un estado de ánimo, una conjetura: lo que antes se llamaba, sin afán peyorativo, un prejuicio. Mantener una ideología requiere trabajo porque los acontecimientos políticos siempre amenazan su plausibilidad. Hay que modificar las teorías; hay que revisar las revisiones. Puesto que la ideología plantea una explicación sobre la forma en que funciona el mundo, incita y resiste la refutación. En contraste, un dogma no. Por esto nuestra edad libertaria es una era ilegible.
Consideremos dos ejemplos.
Desde la década de 1980 el proyecto de integración económica de la Unión Europea ha estado dominado por el neoliberalismo, una forma poderosa del libertarismo contemporáneo. Hubo razones concretas para ello, relacionadas con ciertos fracasos del Estado benefactor, la indolencia de las economías ralentizadas por empresas estatales, el exceso de regulación y el poder de los sindicatos. Pero a medida que pasó el tiempo se fueron olvidando las razones y el neoliberalismo se convirtió en lo que es hoy: un dogma que oscurece sus efectos en el mundo real, que no se limitan a lo económico.
Por ejemplo, es repugnante ver cómo los europeos han reaccionado con tanta lentitud a la hora de reconocer hasta qué punto el enfoque neoliberal de la Unión Europea sobre la integración económica pone en riesgo los principios del autogobierno democrático, reconquistados tras la Segunda Guerra Mundial. La democracia trata de la autodeterminación, tanto colectiva como individual. Hasta ahora, las democracias constitucionales modernas se han desarrollado solo dentro del contexto de los Estados-nación soberanos. Existe una explicación. El Estado-nación representa una especie de acuerdo entre la política del imperio y la política de la aldea: tiene el tamaño suficiente como para animar a la gente a pensar más allá de sus intereses locales, pero no es tan grande como para que sientan que no tienen control sobre sus vidas. Proporciona un espacio con límites claros de contestación política y acción colectiva de los ciudadanos que se identifican con él, a la vez que brinda los medios necesarios para que los gobiernos rindan cuentas. Históricamente hablando, se trata de algo muy difícil de lograr.
Desde sus inicios nunca hubo consenso acerca de exactamente qué tipo de truco encarnaba la Unión Europea, aparte de ser una máquina para mantener la paz y generar prosperidad. Todos coincidieron en que eso exigiría una disminución de la soberanía nacional. Pero al principio se pensó muy poco en el establecimiento de procesos democráticos internos, en parte debido a que, tras la experiencia con el fascismo, los Padres Fundadores no confiaban del todo en
le peuple. Mucho menos se pensó en la forma de construir una identificación pública dentro de ese proyecto: cómo convertir a escoceses y sicilianos en compatriotas que sientan tener un destino en común y que reconozcan las mismas instituciones. El resultado es que hoy los europeos de a pie no saben qué pensar del “proyecto europeo”.
Ven que las decisiones de peso las toma la burocracia de Bruselas o la Comisión Europea, cuyos miembros no se eligen de modo directo. El Parlamento Europeo sí es elegido, pero no hay partidos paneuropeos que ofrezcan programas integrales para gobernar y sufrir las consecuencias si no consiguen ejecutarlos. Los votantes deben elegir de acuerdo a listas nacionales de candidatos que no pueden prometer nada y tampoco son responsables de nada, lo que alienta el voto irresponsable de protesta. En cuanto a la construcción de una identidad europea, baste señalar que el euro no muestra un solo personaje histórico, lugar o monumento que pudiera resonar entre los ciudadanos, desde Glasgow hasta Taormina, y que pocos conocen el himno que la Unión Europea ha elegido para ellos. (Irónicamente, se trata de la
Oda a la alegría.) No solo la inmigración masiva ha hecho tambalear el sentido nacional de un “nosotros” entre los europeos, sino también la continua expansión de las fronteras de la ue hacia el este y sureste y, quién sabe, quizás un día hasta la ribera sur del Mediterráneo. Puesto que Europa ya no cree tener una esencia, un núcleo, una historia compartida o, incluso, fronteras definidas, ¿bajo qué criterios rechazar la afiliación de cualquier otra nación que se diga también de Europa?
No es de extrañar que los ciudadanos de hoy, tanto en las naciones fuertes como en las débiles, se sientan estafados y desconfíen unos de otros. Dado que Grecia y otros países han estado al borde de la quiebra y que les ha exigido austeridad, sus ciudadanos sienten, con razón, que pierden control de su destino colectivo. Aunque eso también es cierto para un inquieto público alemán, preocupado por haber firmado un pacto económico suicida con despilfarradores. En los Estados más débiles, los funcionarios nacionales electos, que esperan permanecer en sus cargos a la vez que deben imponer medidas de austeridad, señalan a los alemanes. Los alemanes culpan a las normas de solvencia de la Unión Europea. Por su parte, la ue acusa a los mercados financieros omniscientes, que remiten a las agencias calificadoras de deuda estadounidenses, atendidas en sus cubículos por administradores de empresas con un máster en “Business Administration”, que a falta de mejor alternativa se han convertido en los nuevos soberanos de Europa. Y lo que estos exigen es menos democracia y una mayor dependencia de gobiernos técnicos y de los expertos económicos.
Quienes defienden la Unión Europea nos recuerdan que la paz se ha mantenido con éxito desde hace dos décadas; advierten también que las naciones deben renunciar aún a más soberanía si Europa ha de hacer frente a la volatilidad de los mercados financieros globales y competir con gigantes económicos como China y Estados Unidos. Quizás esto sea así. Una Europa pacificada es una cosa muy valiosa y una ue más poderosa bien podría ser una cosa muy necesaria. Pero no se trata de cosas democráticas.
Mientras Europa socava en silencio las bases de sus democracias de posguerra, Estados Unidos intenta construir otras nuevas sobre la arena.
Históricamente a los estadounidenses siempre se les ha dado mejor vivir la democracia que entenderla. La consideran un derecho de nacimiento y una aspiración universal, no una forma excepcional de gobierno que durante dos milenios fue descartada porque se consideraba ruin, inestable y potencialmente tiránica. En general no están conscientes de que, en Occidente, la democracia pasó de considerarse un régimen irredimible en la Antigüedad clásica a uno potencialmente bueno apenas en el siglo XIX, para luego convertirse en la mejor forma de gobierno después de la Segunda Guerra Mundial, y en el único régimen legítimo hace apenas veinticinco años.
La profesión estadounidense de la ciencia política adolece de la misma amnesia. Durante la Guerra Fría, los académicos, convencidos de la bondad absoluta y única de la democracia, abandonaron el estudio tradicional de las formas no democráticas de gobierno, como monarquía, aristocracia, oligarquía y tiranía, y en vez de eso se dedicaron a distinguir regímenes en una sola línea que iba de la democracia (bueno) hasta el totalitarismo (malo). El juego académico se convirtió entonces en saber dónde colocar, a lo largo de esa línea, todos los demás Estados “autoritarios”. (¿La España de Franco estaba a la derecha de la Indonesia de Suharto, o al revés?) Esta forma de pensar ha dado pie a la ingenua suposición de que, tras la caída de la Unión Soviética, los países de forma natural comenzarían a hacer “transiciones” para pasar de la dictadura y el autoritarismo a la democracia, como atraídos por un imán. Esa confianza se ha evaporado y nuestros politólogos han visto que muchas cosas desagradables pueden crecer bajo el manto de las elecciones. Pero aún quieren aferrarse a su pequeña línea y escriben artículos sobre autoritarismo electoral, autoritarismo competitivo, autoritarismo de clan, pseudodemocracias, aparentes democracias y democracias débiles. Y, para tener cubiertas todas las bases, también escriben sobre “regímenes híbridos”.
Pero en la mente de las clases políticas y periodísticas de Estados Unidos, hoy solo existen dos categorías políticas: la democracia y
le déluge. Si uno asume que la democracia es la única forma legítima de gobierno, resulta una distinción perfectamente útil. “Lo que no debe ser no puede ser”, escribió el poeta alemán. Incapaces o simplemente reacios a distinguir las variedades no democráticas que existen en la actualidad, mejor hablamos de sus “reportes de derechos humanos”, que nos dicen mucho menos de lo que pensamos. Recurrimos a organizaciones como Freedom House, un
think tank que promueve la democracia y denuncia los abusos a los derechos humanos en el mundo, y publica un influyente informe anual titulado Freedom in the World que, afirma, cuantifica los niveles de libertad en todos los países del mundo. Califica distintos factores (derecho de participación política, libertades civiles, la prensa, etc.), y luego combina esas cifras con un número índice mixto que indica qué país es “libre”, “parcialmente libre” o “no libre”. El documento se lee como un informe de la bolsa de valores: “Este es el séptimo año consecutivo en que los países con descensos superaron a aquellos con mejoras.” En 2013 se confió a los lectores que, según las cifras, durante el año anterior las “ganancias más notables” en el apartado de la libertad fueron en Egipto, Libia, Birmania y Costa de Marfil. Uno no sabe por dónde empezar.
Sin duda la gran sorpresa en la política mundial desde el fin de la Guerra Fría no fue el avance de la democracia liberal sino la reaparición de formas clásicas de gobierno no democrático disfrazadas de modernas. La disolución del Imperio soviético y la “terapia de choque” que siguió produjeron nuevas oligarquías y cleptocracias que tienen a su alcance herramientas innovadoras de financiamiento y comunicación. El avance del islam político ha colocado a millones de musulmanes, que representan una cuarta parte de la población mundial, bajo un gobierno teocrático más restrictivo. Tribus, clanes y grupos sectarios se han convertido en los actores más importantes en los Estados poscoloniales de África y Medio Oriente. China ha vuelto a traer el mercantilismo despótico. Cada una de estas formaciones políticas tiene una naturaleza distintiva que debe entenderse en sus propios términos, no como una forma menor o mayor de la democracia in potencia. El mundo de las naciones sigue siendo lo que siempre ha sido: una pajarera.
Pero la ornitología es complicada y la promoción de la democracia parece mucho más sencilla. A fin de cuentas, ¿no todos los pueblos quieren estar bien gobernados y que se les consulte sobre los asuntos que les afectan? ¿Acaso no anhelan seguridad y un trato justo? ¿No quieren escapar a la humillación de la pobreza? Pues bien, la democracia liberal es la mejor forma de lograr todo eso. Ciertamente, esa es la visión de los Estados Unidos, compartida por muchas personas que viven en países no democráticos. Pero eso no significa que entiendan las implicaciones de la democratización ni que acepten el individualismo social y cultural que de manera inevitable trae consigo. Ningún pueblo se ha vuelto tan libertario como el estadounidense. Valora bienes que el individualismo destruye, como la deferencia a la tradición, el compromiso con un lugar, el respeto a los mayores, las obligaciones con la familia y el clan, la devoción por la piedad y la virtud. Si ellos y nosotros creemos que se puede tener todo a la vez, entonces, ellos y nosotros estamos muy equivocados. Estas son las rocas sobre las cuales, una y otra vez, se estrella la esperanza de una democracia.
La cierto es que, durante el lapso de nuestra vida o la de nuestros hijos y nietos, miles de millones de personas en el mundo jamás vivirán en una democracia. Eso no se debe solo a la cultura y a las costumbres establecidas. Hay que sumar divisiones étnicas, sectarismo religioso, analfabetismo, inequidad económica, fronteras nacionales absurdas, impuestas por las potencias coloniales... la lista es larga. Sin Estado de derecho y una Constitución que se respete, sin burocracias profesionales que traten a los ciudadanos imparcialmente, sin la subordinación de los militares al poder civil, sin órganos reguladores para asegurar la transparencia en las transacciones económicas, sin normas sociales que alienten el compromiso cívico y el cumplimiento de la ley: sin todo esto es imposible una democracia liberal moderna. De modo que, cuando pensamos en las no democracias de hoy, la única pregunta posible sería: ¿cuál es el Plan B?
Nada refleja más la bancarrota del pensamiento político actual que nuestra falta de voluntad para plantearnos esta pregunta, que para la izquierda huele a racismo y para la derecha apesta a derrotismo (y a las dos cosas para los halcones liberales). Pero si las únicas opciones que podemos imaginar son la democracia o le déluge, excluimos la posibilidad de mejorar los regímenes no democráticos sin intentar transformarlos por la fuerza (al estilo norteamericano), o esperando en vano (al estilo europeo) que los tratados de derechos humanos, las intervenciones humanitarias, las sanciones legales, los proyectos de las ong y los blogueros con sus iPhones representen una diferencia duradera. Estas son las características del absoluto delirio que caracteriza a nuestros dos continentes. El próximo Premio Nobel de la Paz no debería recaer en un activista de derechos humanos o en el fundador de una ong, sino en un pensador o en un líder que desarrolle un modelo de teocracia constitucional que dé a los países musulmanes una forma congruente pero limitada de reconocer la autoridad de la ley religiosa y que la haga compatible con el buen gobierno. Esto sería un auténtico logro histórico, si bien no necesariamente democrático.
Por supuesto, nunca se otorgará ese premio, y no solo porque esos pensadores y esos líderes no existen. Reconocer tal logro requeriría abandonar el dogma de que la libertad individual es el único o, incluso, el mayor bien político en todas las circunstancias históricas y aceptar que los trade-offs son inevitables. Esto significaría aceptar que, si existe un camino de la servidumbre a la democracia, largos tramos estarán pavimentados por la no democracia, tal y como ocurrió en Occidente. Empiezo a sentir cierta simpatía por aquellos oficiales norteamericanos que llevaron a cabo la ocupación de Afganistán e Iraq hace diez años y, de inmediato, empezaron a destruir los partidos políticos y los ejércitos existentes, y las instituciones tradicionales de consulta política y de autoridad. La razón más profunda para este colosal error no fue la
hybris norteamericana ni su ingenuidad, aunque hubo mucho de eso. La verdad es que no tenían otra forma de pensar alternativas a esta precipitada y, al cabo, engañosa democratización. ¿Adónde tendrían que haber acudido? ¿Qué libros habrían tenido que leer? ¿En qué habrían tenido que apoyarse? Lo único que sabían era la directriz primordial: redactar nuevas constituciones, establecer parlamentos y oficinas presidenciales y, luego, convocar a elecciones. En efecto, tras todo esto llegó el diluvio.
La edad libertaria es una era ilegible. A diferencia de los antiguos maestros pensadores, ha engendrado un nuevo tipo de
hybris. Nuestra arrogancia consiste en creer que ya no tenemos que pensar profundamente o poner atención o buscar conexiones, sino que lo único que tenemos que hacer es aferrarnos a nuestros “valores democráticos” y a nuestros modelos económicos y tener fe en el individuo y todo saldrá bien. Al presenciar desagradables escenas de embriaguez intelectual, nos hemos convertido en abstemios satisfechos de sí mismos, distanciados de la historia e incapacitados ante los desafíos que ya se están dando. El fin de la Guerra Fría destruyó cualquier rasgo de confianza en la ideología que pudiera quedar en Occidente. Pero también parece haber destruido nuestra voluntad de entender. Hemos abdicado. El dogma libertario de nuestro tiempo está embrollando nuestras organizaciones políticas, nuestras economías y nuestra cultura y nos ciega a todo esto porque hace que seamos menos curiosos de lo que somos por naturaleza. El mundo que estamos haciendo con nuestras propias manos está tan alejado de nuestra mente como el más remoto agujero negro en el espacio. Alguna vez sentimos nostalgia por el futuro. Hoy tenemos amnesia del presente.
Mark Lilla,
Nuestra era ilegible, Letras Libres, octubre 2014
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Traducción de David Medina Portillo.
Este ensayo apareció originalmente
en The New Republic.