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Rafael Sánchez Ferlosio |
Sigue escribiendo, publicando artículos, y sigue haciéndolo con sus característicos rigor y lucidez. En el estudio que tiene alquilado debajo de su piso de Madrid, y en su casa de Coria, se amontonan por decenas los cuadernos bien caligrafiados y clasificados, los portafolios en que conserva recortes de cosas que han llamado su atención (anuncios, fotografías, textos de todo tipo…). Es difícil saber qué va a ser de tanto y tan formidable material. De momento, prepara la reedición de casi toda su obra. De sus novelas, de las que no quiere saber nada, pero que se relanzan ahora en Debolsillo, en ediciones cuidadas. De sus artículos y ensayos, que está previsto reordenar y publicar íntegros en Debate, revisados por él. Y, a modo de aperitivo, de sus pecios, reunidos en un extraordinario volumen (
Campo de retamas, en Penguin
Random House) cuyos preparativos han tenido ocupado a
Ferlosio durante los últimos meses, empleados en releerlos, agruparlos y eventualmente cribarlos y pulirlos.
Pregunta.- Creo que, antes de llamarse así, los “pecios” se titularon “Dichos y paisajes”...
Respuesta.- Así se tituló la primera columna de pecios que publiqué. Fue en el diario Informaciones, que entonces dirigía Jesús de la Serna. Allí figuraba el primero de los pecios, ese que dice: “Lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere”. En cuanto al nombre de “pecios”,
Agustín García Calvo me lo objetó porque decía, con razón, que en su origen era un nombre genérico, no de cosas.
P.- ¿Recuerda cuándo surgieron los primeros pecios?
R.- Fue hace mucho, no soy capaz de recordarlo con precisión. Yo solía ir por la calle provisto de una libreta y cuando se me ocurría algo lo apuntaba sirviéndome del techo de los coches como apoyo. Los pecios proceden de esas anotaciones.
Cajas vacíasP.- Pronto les asignó una función periodística. Parece que se sirve de los pecios como forma de eludir el formato preestablecido de las columnas de diario, eso a lo que se refería en una ocasión hablando de las “cajas vacías”.
R.- En cierto modo, sí. Son, en efecto, un recurso periodístico que me permite cierta flexibilidad. Pero no le he dado muchas vueltas al asunto.
P.- De hecho, no pocos pecios tratan asuntos de actualidad, de los que se ocupan los periódicos.
R.- Quiere decir que se vuelven pronto perecederos…
P.- Perecederos quizás no, pero me puedo imaginar que dentro de no tanto tiempo algunos pecios deban editarse con notas al pie donde se explique quién es Corcuera, por ejemplo. O María Dolores de Cospedal.
R.- ¿Usted cree? No sé, me parece más probable que, simplemente, se dejen de editar.
P.- Llama la atención el contraste de los pecios, breves y concisos, con las amplias y complejas estructuras hipotácticas que caracterizan su prosa ensayística, y que alguna vez ha justificado diciendo que sólo se puede “decir tal o cual cosa de un modo satisfactorio, por suficientemente preciso, circunstanciado, explícito y completo”, recurriendo a ellas.
R.- Así es. Pero debo decir que muchas veces la hipotaxis fracasa. Es muy difícil conducirla a buen puerto. La frase hipotáctica tiene que ser respiratoria. Si tomas aliento en medio, ya no sirve, ya no has dado la vuelta al Cabo de Hornos. Por otro lado, el cubo tiene siempre más agujeros que dedos la mano. La hipotaxis pretende tapar todos los agujeros, lo cual es una perversión. No está bien eso de querer tapar todos los agujeros.
P.- El caso es que, si escribir es una forma de pensar, los pecios constituyen una forma de pensamiento radicalmente distinta que la que se encauza por medio de esas grandes construcciones hipotácticas.
R.- Es que los pecios son muy literarios, son sumamente literarios. Lo son en un grado muy superior al de la escritura de los ensayos. Por otro lado, hay pecios muy trabajados, y muy extensos también. Recuerdo en concreto el titulado “Tópicos: el peso de la Historia”, que ocupa varias páginas. Ese pecio es una cosa muy estudiada, muy desarrollada.
¡Chistes, fuera!P.- En una especie de advertencia al lector que coloca al frente de
Campo de retamas, lo pone en aviso del fraude de la profundidad, al que tanto se prestan los textos de una sola frase. Sin embargo, durante el trabajo de revisión de los pecios, parece haberle preocupado el empleo gratuito del humor, los chistes.
R.- ¡Chistes fuera! El mayor peligro de los pecios es caer en el chiste.
P.- Se diría que en su caso el rigor viene a ser una modalidad del pudor.
R.- El pudor es terriblemente dominante en mí. A lo largo de mi vida he sentido vergüenza de casi todo. Sobre todo de mi juventud. Uno es tan idiota cuando tiene veinte años, tan gilipollas… Prefiero ni recordarlo. Hay un personaje de
El Jarama que dice: “¡Pero cuánto hemos hecho el ridículo en toda nuestra vida!”. El sentimiento del ridículo es muy fuerte.
P.- Es como si en los pecios el “método” fuera sustituido por la idiosincrasia. Pese al pudor tan dominante en usted, los géneros contienen una especie de “autorretrato” sumergido. Se trata de un género especialmente proclive a la desinhibición.
R.- Es verdad. En los pecios no se refrenan las pasiones. Éstas emergen con particular facilidad. Recuerdo uno, relativo al remordimiento, en el que impreco nada menos que al Altísimo. “A un Dios perdonador”, creo que se titula, y dice algo así como “¡Pero qué puedes saber tú de los pecados de los hombres, ni del remordimiento, necio!”. ¡Como si el perdón de Dios pudiera aliviar a los hombres de su remordimiento! Y es que éste es mucho más imborrable que sus pecados. Uno carga con él durante años, a veces durante toda la vida. Da lo mismo que se trate de una falta involuntaria. Hace mucho, los albañiles tuvieron que entrar en mi casa de Coria a hacer un obra. En el hueco de la escalera había un nido de golondrinas, y era de esperar que las asustáramos con tanto ajetreo. Yo quise saber si en el nido había huevos y metí la mano en él. Había cuatro huevos, calientes aún cuando los agarré. Justo en ese momento llegó la golondrina y al verme se dio la vuelta, espantada. Yo me quedé con los cuatro huevos en la mano, sabiendo que la golondrina no iba a volver a incubarlos. Haber hecho eso, recuerdo, me atormentó durante muchísimo tiempo.
P.- Más de una vez ha dicho que lo suyo es tejer, no hacer jerséis. Con los pecios es más bien como si estuviera haciendo punto, poniendo puntos constantemente.
R.- Es cierto que he dicho eso. Como es cierto también que, a pesar de ello, no he dejado de hacer jerséis. El otro día, una periodista que me vino a entrevistar citó una frase que me gustó mucho y que me suena a sentencia judía. Venía a decir algo así como que “cuando a una frase se le pone punto deja de ser verdad”. A mí no me gusta hablar de la verdad, prefiero hablar del conocimiento. Pero es cierto, sin duda, que mientras la frase permanece abierta, suspendida en su propio desarrollo, caben para ella posibilidades de conocimiento, de esclarecimiento, que se cierran una vez se le pone el punto final.
Las cosas de MachadoP.- Cuando se publicó su primer libro de pecios, pensé que bien podía haber llevado por título aquel otro de “Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos” con que
Machado subtituló su
Juan de Mairena.
Machado, y más en concreto
Juan de Mairena, parece ser una de sus referencias constantes. ¿Ha actuado también como modelo? Lo digo por aquello que decía Mairena acerca de cómo, “casi siempre, la única manera de pensar algo” es pensarlo “en contra de lo que se dice”. Una manera de describir su propia forma de pensar, casi siempre a la contra.
R.- A
Antonio Machado lo leí muy pronto; me basta tomar entre manos uno de sus libros para que me vengan cosas suyas a la cabeza. Tiene cosas maravillosas. “Si un grano del pensar arder pudiera / no en el amante, en el amor, sería / la más honda verdad lo que se viera; / y el espejo de amor se quebraría, / roto su encanto, y rota la pantera / de la lujuria el corazón tendría”… Eso es precioso. Es de
Abel Martín, me parece. Y luego está eso que dice Mairena del espectador que silba en una plaza de toros: “No creáis que silba al torero: silba al aplauso”.
P.- Otro modelo de los pecios podrían ser los apuntes de
Adorno en su
Minima moralia. Como las de él, también las suyas parecen a menudo “reflexiones sobre la vida dañada”…
R.- No, no,
Adorno era muchísimo más responsable que yo.
Adorno es tremendo. Los pecios son mucho más literarios e irresponsables. Si se trata de buscarles un parecido, pienso que es más acertado el de ese periodista vienés, ¿cómo se llamaba?...
Karl Kraus.
P.- Sin duda.
Kraus, además, compartía con usted la misma atracción fatal por los periódicos, que devoraba ávidamente para luego execrarlos. ¿Sigue leyendo tres o cuatro periódicos al día?
R.- No, ya no tanto. Ya no soy un lector tan masivo de periódicos. Me gastaba demasiado dinero. Ahora leo dos como mucho. Pero colecciono cosas increíbles publicadas en los diarios. El Abc, por ejemplo, es divertidísimo, tiene cosas estupendas.
P.- Como ya ha dicho, los pecios se alimentan abundantemente de las cuestiones de actualidad, sobre las que inciden a menudo muy polémicamente, como es el caso, en referencia al terrorismo, de lo que usted llama el Victimato...
R.- Sí, pero no me permito hablar de eso con entera libertad. No es cuestión de ofender a las víctimas (algo que, por otro lado, constituye un delito, desde hace poco). Cuando me dicen que las comprenda, yo contesto que claro que las comprendo, sólo que ellas parecen empeñadas en dar la vuelta a la cuestión...
P.- Acerca de esto último, ha escrito un pecio terrible, titulado precisamente “Victimato”, y que dice: “La justicia moderna reverbera la antigua venganza, porque la culpa ya no parece ser el daño, sino la impunidad”.
R.- Es que es así. Se corre un gran riesgo al asimilar el dolor con la venganza, y a ésta con la victoria. Baste pensar en Israel, que después de la Shoah parece acaparar el monopolio del victimato. ¿Y quién se atreve a replicar nada frente a la monstruosidad que entraña seis millones de judíos masacrados?
Independencia por expulsiónP.- En
Campo de retamas se reproduce, a manera de pecio, una vieja “carta al director” susceptible de ser leída a la luz del tema tan candente del independentismo catalán. En esa carta sale al paso, al parecer, de las pretensiones de un “portugués anónimo” que defendería la unión política y territorial de Portugal y España. “Si yo fuese portugués”, le dice, “es que ni muerto querría ni apoyaría jamás una unión política y territorial con España. En todas las cosas de los hombres, en todo orden o jerarquía de relaciones, nada ha llegado a ser tan reiterada y tan eficazmente destructivo para la amistad como esa superchería de la unidad”...
R.- En esa misma carta observo, si no recuerdo mal, cómo se ha impuesto, en la jerga política, eso de la “cohesión social”, fórmula sustitutiva de la vieja concordia. A diferencia de la concordia o de la amistad, la “cohesión social” se consigue mediante un pegamento, mediante algo ajeno a la natural inclinación de los individuos. Se trata, en efecto, de una superchería. Lo que no quita que, en el debate en torno al soberanismo, envuelto en discursos patrioteros, unos y otros resulten a menudo ridículos. En alguna ocasión, en relación a la cuestión de la independencia, he sugerido -en broma, claro- la posibilidad de llegar a la independencia por expulsión. Por expulsión de los concernidos.
P.- Tanto o más que en sus artículos, en sus pecios arremete contra España y lo que cabe entender por nacionalismo español…
R.- Yo he pasado una vergüenza enorme viendo a las españoles “demostrar” su españolidad. Porque no se trata, en su caso, de mostrarla, sino de demostrarla. Es algo terrible. La ostentación de la “españolez” me provoca náuseas allí donde la reconozco, ya se trate de un baile regional, de una romería popular o de un evento deportivo. El otro día, una periodista me preguntó a bocajarro: “¿Sigue usted odiando a España?”. Hombre, dicho de esta manera suena como una solemne estupidez. ¿Cómo odiar España así, en abstracto? Odio a España cuando pienso en los toros o en la fiesta del Rocío.
P.- En otro pecio, hablando de la dificultad que tiene uno de cambiar de opinión conforme se va haciendo viejo, dice que “hay que prestar mucha atención a con qué pensamientos se jubila uno a los setenta y cinco años, porque ésa va a ser su renta hasta el fin de sus días”. A la luz de estas palabras, ¿cuál es la renta con la que Rafael Sánchez Ferlosio se jubiló a los setenta y cinco años? ¿Cuáles son los pensamientos, las obsesiones con las que le toca pechar hasta el final de sus días?
R.- Je, je. No me acuerdo. Me costaría mucho improvisar una lista...
P.- El deporte, la guerra, el patriotismo...
R.- La publicidad. He escrito muchísimo sobre eso, aunque no he publicado todavía nada. Es una cosa espantosa. La publicidad es un formador, un conformador del mundo. El mundo entero está volcado en la publicidad;lo invade todo, no hay manera de escapar de ella...
P.- Pero la publicidad tiene mucho que ver con los tópicos, con los estereotipos, con las expresiones hechas, que siguen siendo uno de sus blancos favoritos. Desde los tiempos en que se sumió en sus “altos estudios eclesiásticos”, su pensamiento siempre ha permanecido anclado en una dimensión lingüística. El último de los pecios añadidos a
Campo de retamas reza: “Los hombres matan. La poli abate”: una observación que, a partir de un comportamiento léxico, por así llamarlo, pone de manifiesto toda una situación de hecho, llena de connotaciones ideológicas.
R.- Doy una importancia enorme a los tópicos. Eso de “un merecido, descanso”, “una sana alegría”, “un honesto esparcimiento”…Expresiones como éstas encubren todo un programa pedagógico. Un programa ideado por los ricos para los pobres. En el caso que menciona, no cabe duda de que abatir funciona como un eufemismo. Toda vez que la policía abate a un hombre, se da por hecho que lo ha matado. Pero nunca se emplea el verbo matar cuando se habla de la policía.
La muerte de MartaP.- Campo de retamas lleva a modo de frontispicio un hermoso poema de Marta Sánchez Martín, su hija, muerta de sida a los 29 años. A ella está dirigida una de las más hermosas dedicatorias de las que guardo memoria, la de
La homilía del ratón... Cuando Marta murió, en 1985, llevaba usted muchos años sin publicar ningún libro, y treinta sin publicar ninguna novela. Al año siguiente, sin embargo, publicó cuatro libros a la vez, entre ellos
El testimonio de Yarfoz. ¿Hubo una relación de causa-efecto entre la muerte de Marta y la decisión de publicar?
R.- Puede que sí, no lo sé. Me volqué sobre todo en la novela. Supongo que me sirvió en cierto modo de refugio contra el dolor enorme que aquello me supuso.
P.- ¿Escribía Marta? ¿Tenía vocación de escritora?
R.- Sí. Escribía poemas y cuentos. Recuerdo uno titulado “Un bosque singular”, que conservo. También publicó algunos artículos en Diario 16. Le interesaba la política, era una muchacha muy contestataria.
P.- Con Marta tuvo una relación muy intensa y muy particular, reflejada ocasionalmente en algunos pasajes de su obra. También la tuvo con su padre, al parecer. Cuando era joven, ¿no le suponía ningún tipo de conflicto tener por padre a un hombre políticamente tan “significado”, como se diría ahora?
R.- No, no. Mi padre [
Rafael Sánchez Mazas] era algo pesado, porque hablaba mucho. Pero era muy simpático, mucho, y esa simpatía hacía que le perdonaras todo. Conmigo tenía una gran complicidad literaria. A lo mejor yo estaba en mi cuarto y él entraba sin llamar a la puerta diciéndome: “Rafaelito, ¿tú crees que se puede escribir gémula iridiscente?”. Se refería a
Ortega. La manía a
Ortega me la transmitió él. Claro que yo luego he detectado cosas muchos peores. Pero esto ya lo he contado otras veces.
P.- Piensa que su padre influyó de algún modo en su vocación de escritor? ¿Y en su manera de escribir?
R.- No. Yo leía sus libros, por supuesto. Mi padre escribía muy bien. Pero tenía sus teorías sobre la novela, y sus propias novelas están llenas de una simbología muy particular. No pienso que me haya influido, no al menos directamente.
Lector tardíoP.- ¿Y con sus hermanos? ¿Cómo era la relación?
R.- Mi favorito era Chicho. Miguel me enseñó a leer a los tres años, cuando él tenía cinco. Por entonces no era tan raro. Ahora se enseña a los cinco, pero a los tres años ya se puede aprender bien a leer. Yo a mi hija la enseñé a leer muy pronto también. Cuando íbamos por la calle, le preguntaba qué decían los rótulos de las tiendas. Así se acostumbró a leer todo tipo de letras.
P.- ¿Fue un niño muy lector?
R.- Qué va. Me estorbaba lo negro. Antes de los veinte años, yo había leído poco más que a Salgari (en italiano) y a la Baronesa Orkzy, entonces muy de moda. Julio Verne más bien me cansaba. Me gustaba mucho Tremal-Naik, el amigo de Sandokán, que iba a todas partes con un tigre. Pero he sido un lector tardío, y nunca he dejado de ser un vago. A la Universidad iba sin cartera, con las manos en los bolsillos. En realidad, yo he leído muy poco. Poquísimo. Ya no te digo si me comparo con
Tomás Pollán o con
Eugenio Gallego. Ellos lo han leído todo. Yo sólo he leído unos cuantos libros, sobre los que he vuelto una y otra vez.
P.- Me dijo una vez que nunca ha leído
Madame Bovary…
R.- Nunca. Pero de su autor, ¿Flaubert?, sí leí ese cuento que trata sobre la decapitación del Bautista [“Herodias”]. Recuerdo que ese cuento me marcó mucho. Siempre he sentido fascinación por la figura del Bautista, a la que he dedicado algún pecio. “Aparejad los caminos del Señor y haced rectas sus sendas…” Juan el Bautista es un personaje magnífico.
La novela y las mujeresP.- Entre sus pecios surgen a veces pequeños apólogos, diminutos brotes narrativos que mueven a pensar que su dedicación preferente al ensayo se ha sostenido no sin cierta renuncia a una vocación de narrador siempre latente...
R.- Mi padre decía que “el estilo está hecho de renuncias”. Me acuerdo ahora de un pecio en el que se habla de un tramo de carretera abandonado, con el asfalto cuarteado y hierbas creciéndole en las rendijas. A ese pecio estuve a punto de añadirle una frase que era una cursilería espantosa: “... y la verde fuga de una lagartija”. Pero me dije a tiempo: si añado eso, lo estropeo todo. Escribir consiste en eso, muchas veces.
P.- Es hijo de novelista, sus amigos de juventud eran muchos de ellos novelistas, y también lo era su primera mujer, Carmen Martín Gaite. Usted mismo quiso ser novelista durante su juventud, por mucho que luego parezca que haya aborrecido el género…
R.- Es que me aburro con las novelas. Las películas y las novelas son instrumentos de control social, como el deporte, que en este aspecto las ha superado. Yo de la novela tengo la teoría de que empezó siendo un género para mujeres. Creo que es en
El celoso extremeño, de Cervantes, donde aparece una dueña que lee en voz alta a las criadas de la casa. También los capellanes leían en voz alta a las mujeres, para instruirlas y entretenerlas. El Quijote mismo parece escrito, en buena parte, conforme a este modelo de lecturas para mujeres.
P.- ¿Y cuándo dejó de querer serlo?
R.- Ya he contado cómo, durante un banquete que me ofrecieron en el Café Varela de Madrid, con motivo de la publicación de
El Jarama, el organizador del banquete, Antonio Rodríguez Moñino, me invitó a tomar la palabra para agradecer a los asistentes. Yo me negué. No podía. Me resultaba imposible. Me moría de vergüenza. Y más vergüenza me dio haber cometido una grosería tan grande, no abriendo la boca frente a toda esa gente reunida en homenaje a mí. Comprendí entonces que “el grotesco papelón del literato”, como lo he llamado alguna vez, no iba conmigo. Enseguida me distraje con otras cosas, y abandoné la idea de ser novelista.
Ignacio Echevarría, entrevista a
Rafael Sánchez Ferlosio:
"A lo largo de mi vida he sentido vergüenza de casi todo", el cultural.es, 27/03/2015