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El Roto |
El sistema mercantilista era de hecho una respuesta a numerosos desafíos. Desde el punto de vista político, el Estado centralizado era una creación nueva, nacida de esa revolución comercial que había desplazado desde el Mediterráneo a las costas del Atlántico el centro de gravedad del mundo Occidental, forzando así a los pueblos atrasados de los grandes países agrícolas a organizarse para el comercio. En política exterior, la necesidad del momento exigía la creación de una potencia soberana; la política mercantilista suponía, por tanto, que los recursos de todo el territorio nacional fuesen puestos al servicio de objetivos de poder con miras al exterior. En política interior, la unificación de los países, troceados por el particularismo feudal y municipal, constituía el subproducto necesario de una empresa semejante. Desde el punto de vista económico, el instrumento de unificación fue el capital, es decir, los recursos privados disponibles bajo la forma de dinero atesorado y, por tanto, recursos particularmente apropiados para el desarrollo del comercio. En fin, el paso del sistema municipal tradicional al territorio más vasto del Estado proporcionó las técnicas administrativas sobre las que reposaba la política económica del gobierno central. En Francia, donde las corporaciones de oficios tendían a convertirse en órganos de Estado, el sistema de las corporaciones se generalizó por todo el país. En Inglaterra, donde la decadencia de las ciudades fortificadas había debilitado mortalmente este sistema, se industrializó el campo sin el control de las guildas -mientras que, en los dos países, oficios y comercio se extendieron por todo el territorio de la nación y se convirtieron en la forma dominante de la actividad económica-. Precisamente en esta situación residen los orígenes de la política comercial interior del mercantilismo.
El recurso a la intervención del Estado había liberado, como hemos señalado, al comercio de los límites que le imponían la ciudad y sus privilegios; se puso así fin a dos peligros estrechamente imbricados que la ciudad había afrontado con éxito: el monopolio y la concurrencia. La posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio era entonces más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia a las necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un peligro para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total de la vida económica, pero esta vez a escala nacional y no simplemente a nivel municipal. Lo que para nuestra mentalidad podría pasar fácilmente por ser una exclusión a corto plazo de la concurrencia, era en realidad el medio de garantizar el funcionamiento de los mercados en las condiciones dadas, ya que toda intrusión de compradores o de vendedores esporádicos en el mercado estaba avocada a destruir su equilibrio y a contrariar a los compradores y vendedores habituales, por lo que se produciría como resultado un colapso funcional. Los antiguos proveedores ya no ofrecían sus mercancías, pues no podían estar seguros de que éstas les reportarían una ganancia justa y el mercado, abandonado, sin suficientes provisiones, pasaba a convertirse en presa fácil del monopolista. En un menor grado los mismos peligros existían también respecto a la demanda, ya que una caída rápida de la misma podía suscitar la formación de un monopolio. Cada vez que el Estado adoptaba medidas para desembarazar al mercado de restricciones particularistas, de concesiones y de prohibiciones, ponía en peligro el sistema organizado de producción y de distribución, amenazado desde entonces por la concurrencia no reglamentada y por la irrupción del comerciante fraudulento que «saqueaba» el mercado sin ofrecer a cambio ninguna garantía de permanencia. Se explica así que los nuevos mercados nacionales fuesen, inevitablemente, concurrenciales únicamente hasta un cierto punto, pues lo que prevaleció fue el elemento tradicional de la reglamentación y no el elemento nuevo de la concurrencia. El hogar autárquico del campesino que trabajaba para su subsistencia siguió constituyendo la amplia base del sistema económico, en vías de integrarse en grandes unidades nacionales gracias a la formación del mercado interior. Este mercado nacional se instauraba a partir de entonces, confundiéndose en parte con el mercado interior y situándose al lado de los mercados locales y extranjeros. A la agricultura se había venido a añadir ahora el comercio interior -sistema de mercado relativamente aislado que era por completo compatible con el principio de la economía doméstica que dominaba entonces en las zonas rurales-. Concluimos así nuestro cuadro sinóptico de la historia del mercado hasta la época de la Revolución industrial. La etapa siguiente de la historia de la humanidad vivió, como todos sabemos, una tentativa para establecer un único gran mercado autorregulador. Nada en el mercantilismo, sin embargo, presagiaba, a partir de su política particular de Estado-nación occidental, ese desarrollo único en su género. La «liberación» del comercio que se debe al mercantilismo desgajó simplemente el comercio del localismo, pero al mismo tiempo extendió el campo de la reglamentación. El sistema económico estaba entonces sumergido en las relaciones sociales generales. Los mercados no eran más que una dimensión accesoria de un marco institucional que la autoridad social controlaba y reglamentaba más que nunca.
Karl Polanyi,
La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta, Madrid 1989