1. Las personas tienen desacuerdos ideológicos irresolubles.
2. La democracia, aun si establece un margen amplio para la deliberación y el acuerdo, apela al voto como mecanismo para tomar decisiones colectivas ante desacuerdos irresolubles.
3. La ideología no es una mera reputación, no es un mecanismo para ahorrar costes de información. La ideología contiene valores y principios que nos permiten formarnos una idea global sobre los asuntos públicos. La ideología es una forma de organizar nuestras opiniones sobre la política.
4. La ideología no viene determinada ni por los genes ni por el interés económico. Es más bien una cuestión de carácter moral.
5. Las diferencias ideológicas proceden de nuestra distinta sensibilidad hacia las injusticias.6. Las personas de izquierdas tiene una mayor sensibilidad hacia las injusticias que las personas de derechas y por eso desarrollan un sentimiento de superioridad moral.
7. El exceso de moralidad en la política, típico de la izquierda más radical, lleva a intentar realizar la justicia a toda costa, aun si eso supone un coste social enorme.
8. En la derecha, como reacción, se desarrolla un sentimiento contrario, de superioridad intelectual ante cualquier propuesta de un cambio profundo.
9. El mayor idealismo moral de la izquierda explica la frecuencia de sus conflictos internos, de sus rupturas y escisiones.
10. La socialdemocracia como programa de cambio encarna el compromiso más acabado entre moralidad y eficacia políticas. La socialdemocracia entra en crisis cuando desequilibra ese compromiso en detrimento de su compromiso moral con la justicia.
Hoy quisiera explorar la cuestión de por qué la gente abraza una cierta ideología. En este sentido, ha habido intentos por encontrar una base genética a la personalidad de izquierdas o de derechas. No aburriré al lector con estas investigaciones, que considero de interés muy limitado, pues no pueden dar cuenta de un fenómeno extremadamente generalizado, a saber, la evolución ideológica a lo largo del ciclo vital. Muchas personas modifican sus creencias en las varias etapas de su vida. Aunque en ocasiones se producen cambios bruscos, que llamamos “conversiones”, las más de las veces se trata de cambios pequeños y graduales. Hay personas que pasan por todas las posiciones ideológicas concebibles, de la izquierda más estrictamente revolucionaria e insurreccional a la derecha más reaccionaria. Pero además de cambios en las personas, hay también cambios ideológicos de época, momentos en los que los valores dominantes basculan hacia derecha o izquierda. Nada de esto puede tener una base biológica.
Descartando los genes, la teoría dominante encuentra en el interés material o económico la principal determinación de las creencias ideológicas. Las personas con mayores recursos optan por ideas conservadoras o liberales, mientras que aquellas que menos tienen adoptan ideas socialistas o comunistas. En cada caso, las ideologías serían una racionalización de unos determinados intereses económicos. Ya sé que esta caracterización sumaria es muy esquemática, pero siendo una tesis tan asentada, el lector entenderá perfectamente de qué estoy hablando, lo que me dispensa de tener que entrar en detalles. Aun sin negar que las circunstancias materiales tengan una influencia importante en las ideas que una persona alberga, parece claro que hay gente con ingresos bajos que vota a partidos de derechas y personas con recursos que votan a partidos de izquierdas. Tanto la figura del “obrero de derechas” como la del “profesional progresista” son bien conocidas. El primero es un asalariado con ingresos por debajo de la media, poco aficionado a la teoría, que cree en el trabajo y el esfuerzo y que piensa que la izquierda se mueve entre brumas discursivas, mientras que la derecha tiene un sentido más práctico y es más eficaz gobernando. El segundo, el profesional progresista, tiene una vida desahogada, con un elevado ingreso y un trabajo creativo, es una persona culta y leída, con una visión cosmopolita del mundo, que opta por la izquierda porque quisiera que todo el mundo pudiese disfrutar de las mismas oportunidades que él ha tenido.
El marxista puede llegar a la conclusión de que estos fenómenos de “desclasamiento” son una manifestación de “falsa conciencia”, pero, contemplada la cuestión desde un ángulo algo más amplio, cualquiera entiende que, además de las consideraciones económicas, hay otras de índole no estrictamente material. Así, preferencias sociales o culturales (como el nacionalismo, el racismo, la religiosidad, etc.) pueden empujar a una persona en la parte baja de renta a votar a fuerzas políticas que no son partidarias de la redistribución de ingresos; de la misma manera, no es totalmente contradictorio ni paradójico que con una renta por encima de la media, alguien apueste por partidos de izquierdas que prometen el reparto de la riqueza, incluso si eso puede perjudicar su situación económica personal; así lo hará si le mueven ideas igualitarias.
Creo que el origen último de nuestras creencias políticas radica en nuestro carácter moral, en la clase de personas que somos. En este punto, vale la pena dar un pequeño rodeo filosófico.
Johann Gottlieb Fichte llevó al extremo la contraposición filosófica entre idealismo y realismo, o, en sus propios términos, entre idealismo y “dogmatismo”. Sin entrar ahora en los arcanos de aquel debate metafísico, me gustaría señalar una contradicción muy aparatosa en su pensamiento, que puede describirse sumariamente del siguiente modo.
Por un lado,
Fichte emprendió la tarea titánica de llevar las tesis del idealismo trascendental kantiano hasta el extremo, elaborando un sistema filosófico extremadamente complejo que rompía con todo vestigio realista. Pero, por otro lado,
Fichte admitió que su hercúleo esfuerzo, por riguroso y lógico que a él le pareciera, no sería capaz de convencer al “dogmático”, no acabaría dirigiéndolo en última instancia hacia una verdad que a
Fichte le parecía incontestable. De hecho, en su opúsculo
Primera introducción a la doctrina de la ciencia, publicado en 1797, el filósofo ofrece una explicación asombrosa sobre la raíz última de los desacuerdos metafísicos.
A su entender, la cuestión nuclear reside en establecer un principio a partir del cual se derive todo lo demás: para algunos, dicho principio reside en la cosa, en el mundo, mientras que para otros el principio primigenio es la libertad moral del yo. El dogmático o realista parte de la independencia absoluta del mundo, mientras que el idealista sitúa en el propio yo el origen de todas nuestras representaciones. Este desacuerdo es irresoluble y depende, sobre todo, y aquí viene la sorpresa, del carácter. En sus propias palabras, “el tipo de filosofía que uno escoge depende, pues, de la clase de persona que es, pues un sistema filosófico no es un utensilio muerto que pueda dejarse o tomarse según se nos antoje, sino que se halla animado por el alma de la persona que lo tiene” (
Introducciones a la Doctrina de la Ciencia, Tecnos, 1987, p. 20).
Pero entonces ¿de qué sirve la argumentación? La tesis de
Fichte vendría a decir que el esfuerzo de argumentación metafísica no es sino un refinamiento de inclinaciones preexistentes. Uno, por expresarlo de esta forma, se hace idealista a partir de determinaciones que no son de orden filosófico, consistiendo entonces la filosofía en la elaboración de una doctrina o un sistema que se nutre de tales inclinaciones primigenias.
Pues bien, aplicando la tesis de
Fichte al asunto de las ideologías, cabe considerar que el hecho de que una persona tenga unas ideas políticas u otras es, sobre todo, consecuencia de su personalidad moral. En concreto, me parece que la característica fundamental con respecto a la ideología política consiste en la sensibilidad que cada persona tiene hacia las injusticias de la vida social y económica. Lo que para algunos es parte del orden natural de las cosas, o simple fruto del azar, para otros puede resultar una situación moralmente inaceptable.
La sensibilidad hacia la injusticia ha ido aumentando con el desarrollo económico y cultural. En los países con mayores niveles de formación e ingresos, tendemos a pensar que hay que evitar los castigos crueles, que no cabe la discriminación por razón de género o etnia, que las personas desfavorecidas por la lotería genética deberían recibir una protección especial por parte de los poderes públicos, que los menores deben quedar fuera de toda forma de explotación económica, etcétera, etcétera, etcétera. Como ha mostrado
Steven Pinker con sumo detalle en su libro
The Better Angels of Our Nature, hay un progreso civilizatorio indudable en aquellos países que han conseguido escapar de la pobreza. El motor de la mejora es la alfabetización, la cultura y el espíritu comercial.
No obstante, a pesar de que somos mucho más exigentes que antes a propósito de las injusticias que se producen por doquier, sigue habiendo diferencias importantes en el seno de las sociedades entre la gente de izquierdas y la de derechas. Los primeros suelen considerar que la jerarquía en la escala de ingresos no obedece solamente a cuestiones de mérito y capacidad, sino también al origen familiar, a los contactos y a la propia suerte. Por eso, piensan que las diferencias económicas han de reducirse en la medida de lo posible mediante diversos mecanismos compensatorios. Lo que para unos es una pura constatación sobre la forma en que está organizada la sociedad, para otros supone un cuestionamiento de sus bases. La persona con una mayor sensibilidad hacia la justicia no puede dejar de notar que buena parte de las desigualdades que se producen en todo grupo humano son fruto de una injusticia en el reparto inicial de recursos y oportunidades.
Los extremos están claros. En el primero de ellos, el orden social no debe ser alterado más que en los márgenes, mediante pequeñas transformaciones que resuelvan las situaciones más lacerantes; en general, las diferentes posiciones sociales y económicas de las personas son consecuencia de fuerzas moralmente neutras, no son resultado de un plan previamente establecido, no hay unos responsables últimos de las mismas, por lo que los intentos de revertir dichas situaciones no traerán más que problemas y disfunciones. He aquí a la persona máximamente conservadora, que acepta de buen grado el reparto de cartas que se produce en cada generación. En el extremo opuesto, la sensación de injusticia es tan intensa que se da por imposible la mejora del sistema, optándose más bien por su destrucción y superación. A juicio del izquierdista, las injusticias son ubicuas a lo largo de la historia y los privilegiados casi siempre se salen con la suya. Por ello, hay que repensar el modo de organizar la sociedad a fin de construir un orden político y económico en el que se igualen no solo las oportunidades, sino también los resultados finales. Si nadie merece vivir con mayores privaciones que el resto, habrá que transformar el orden existente con el objetivo de garantizar una mayor justicia.
Sin duda, entre medias de estas dos posiciones extremas, hay muchas otras intermedias. En cuál se sitúe cada persona dependerá de lo moralmente insoportable que le resulte el
statu quo. Y eso depende, ante todo, de su carácter cívico o moral, forjado a través de la socialización familiar, de las lecturas, de la experiencia de la vida y, también, claro está, de su posición en la estructura social.
(continuará)
Ignacio Sánchez-Cuenca,
Una cuestión de carácter. La "superioridad de la izquierda", ctxt 04/04/2017