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W. von Humboldt: la concepción humanista de la universidad. Marcos Santos Gómez
La institución universitaria, con todos sus fallos y patologías, ha supuesto un hito imprescindible en la civilización. Porque no es que la haya protegido, sino que en gran medida ella misma ha sido la propia civilización. Quiero decir que ha plasmado su núcleo espiritual, que en ella, en sus edificios, aulas, laboratorios y bibliotecas, ha cobrado un carácter palpable, como aquello que nos distingue de los mundos culturales fatalmente inmersos en el mito. Se trata de un espacio social atravesado por esa noble veta que se le presupone: el irresistible prurito de saber. Responde a la atracción de una música majestuosa que en las pacientes tardes pasadas en el laboratorio o entre legajos en un viejo archivo o en simposios donde desgarros y placeres son invocados mágicamente por la palabra, ha justificado su propia existencia y necesidad. En tales labores muchas veces inútiles, desinteresadas y ajenas al “mundanal ruido”, constituyendo una especie de aislada torre de marfil, ha favorecido que sus habitantes se hayan podido permitir el lujo de pensar. Esa ha sido la clave. Que más allá de intereses ajenos nos haya convocado para el estudio como lo más valioso en sí mismo, a que, incluso en medio de las soberbias, delirios o mitificaciones también propios de la vida académica e inseparables de lo humano, continuemos recogiendo un fruto que vale por sí mismo como un sabroso manjar.
¿Es posible que esto haya podido cuestionarse? ¿Que alguna vez el hombre, la civilización, puedan renunciar a su alma o, como Fausto, venderla a diablo? Debo concretar esto algo más, susurro mientras me siento para reposar y moderar mi exaltación, para tratar de captar con ánimo mesurado ese halo que pasó de los monasterios, anteriores escuelas y fecundos huertos del saber, a la institución que, según resaltaba la filósofa Amelia Valcárcel en una entrevista de hace algunos años, nos permite a quienes no conocemos nuestro linaje más allá de los abuelos vivir como príncipes. Un palacio fundado no en otra herencia ni prestigio que el amor por la ciencia y sus teorías, símbolos, planos y fórmulas, la tradición que porta y transmite, para ungir con su docto óleo al pueblo. Al menos, esa es la idea que, retocando su antiguo estatuto eclesiástico, introdujeron entre sus piedras los reformistas ilustrados. Un lugar donde la más azul de las sangres azules, la del conocimiento, se inyecta, como en las asambleas atenienses, a todos y los torna, democráticamente, aristócratas.
Mas es un palacio para el pueblo, es cierto, pero reservado y protegido de la intemperie, porque si quería ser un bien
público hubo de impermeabilizarse frente a los vendavales de los intereses particulares, frente al modelo elitista y feudal del Antiguo Régimen y seguir sus propios fueros vigentes detrás de las cadenas que rodean sus vetustos edificios. Y durante los últimos trescientos años la universidad ha sido esa viva paradoja: selecta y universal.
Así que la universidad ha significado para nosotros el ámbito en el que dedicarnos de manera exclusiva a ese gusto que crearon nuestros antepasados griegos del saber por el saber, dando rienda suelta a la
puracuriosidad. Una suerte de oloroso jardín en el que emplearnos en lo que, en caso de existir, cabría imaginar que devotamente se emplearían las ánimas en lo que fuere su Cielo, un paraíso en el que los mejores momentos de la humanidad se guardan y perpetúan, para que palpemos efímeramente la eternidad. Un retazo de eternidad para quienes somos arrastrados, generación tras generación, por el río inasible del tiempo, para los que labramos nuestro precario yo individual como semillas de diente de león zarandeadas por la brisa y ante la amenaza constante de la disolución definitiva. Para los que no somos más que fantasmales sensaciones y memoria. El hombre ha forjado este remedo del paraíso en el que eternizarse, no como individuo, pues todos morimos y se acabó, sino como el sedimento que la corriente de ese río del tiempo va depositando en la orilla y que esperamos que, igual que antes de nosotros consolara de la contingencia e insignificancia de sus vidas particulares a los que nos precedieron, consolará a tantos otros que vendrán. Y nosotros, cada uno de nosotros, somos apenas lámparas incandescentes que brillan cuando la sangre eléctrica que surca el circuito se vierte en ellas. Nuestra importancia es siempre relativa, derivada. Basta pasear los cansados ojos, tras una larga jornada de estudio, por los polvorientos anaqueles de una biblioteca. Sabemos, debemos aprenderlo, que las nadas que se sitúan como extremos inconcebibles, la oscuridad y el vacío que tanto se teme, antes y después de nuestras efímeras existencias, se pueblan de seres ajenos cuya principal función es, a la larga, haber sido granos de ese desierto inmenso, de esa soledad, que ora con reverencia, ora con espanto, hemos llamado la “humanidad”.
El vuelo de la memoria ha de conducirnos hoy hasta uno de los seres que más quiso a esta noble academia que trató de tornar pública pero también, como hemos señalado unas líneas antes, selecta, elevada, eterna. Nuestro hombre es
Humboldt. Coetáneo de Goethe, entre la Ilustración y el idealismo clasicista de uno de los más sabrosos periodos de la cultura alemana. Un mundo todavía exultante, muy diferente de lo que se presentaría con las guerras y atrocidades del siglo XX, de la impugnación que estas iban a realizar de los sueños anteriores y del humanismo. Pero, soñemos con que todavía es posible la universidad y el mundo que soñó Humboldt. Detengámonos en ello.
Estamos recorriendo un camino esbozado unos siglos antes con el humanismo renacentista, al que se le va a dar un nuevo ímpetu acorde ya con el espíritu científico del siglo XIX que se desplegaría durante todo el siglo XIX en las grandes universidades. Humboldt creía, con Rousseau, que antes de emprender cualquier actividad lucrativa, era necesario cuidar de la propia alma, es decir, formarse, educar a la persona que somos, crearnos poéticamente, en serena armonía con la cultura. Cualquier otro negocio habría de esperar.
El platónico ideal de un alma bella había de ser, antes de nada, lo primero para el individuo. Y, como era tópico de la época recogido en el
Emilio, había que forjarla no solo leyendo, sino viajando. Por eso, nuestro filósofo y pedagogo marchó a recorrer Europa y a aprender todas las lenguas que pudo. Los alemanes de aquel momento tenían verdadera devoción por el francés. Pero a diferencia de nosotros, no buscaban en una lengua el fin práctico de la comunicación inmediata y para salir del paso con quienes la hablan, sino impregnarse de la perspectiva filosófica implícita en su gramática, en su estructura, metáforas y conceptos, además de en su estética. Eso buscaban cuando querían aprender un idioma. Esto conlleva dar una gran importancia a la literatura escrita en esa lengua, como el verdadero caudal del que debía beberse al aprenderla. Yo mismo, tengo que decir, debo de haber estado por aquellos siglos sobrevolándolos en sueños, porque no he conocido todavía a nadie que busque sumergirse en un idioma extranjero por su literatura, que es justo lo que para mí es el aliciente para dedicarme a aprender un idioma nuevo. Bueno, la verdad es que sí que hay más seres así como uno mismo, tan excéntricos y afortunadamente fuera de lugar, pero no pululan por las academias de idiomas, ni suelen realizar los cursos que se ofrecen, ya que la idea del idioma extranjero que orienta su enseñanza hoy es tristemente funcional y va encaminada a superar exámenes muy técnicos basados en la gramática (aunque raramente se piensa ni comprende la gramática en esos cursos, la lógica o canon estructural que en esa lengua organiza y determina la relación con la realidad). Después diríase que también se dedican a un superficial contacto, como el del turista, con los países y personas que la hablan. Como mucho un trayecto didáctico plagado de trucos para la supervivencia en tierra extraña. Mas nadie enseña en la moderna oferta de cursos y academias (quiero pensar que la universidad es una excepción en esto) el espíritu, la hondura y la poesía de la lengua en cuestión, como lo más importante, lo que requiere saberse ante todo, lo primero. La comunicación en el día a día corriente y cotidiano vendrá después, casi como un efecto colateral. Pero lo que importa sobre todo es el componente estético del idioma que se vierte en especial en su literatura. Aún recuerdo el pasmo de quien me atendía al matricularme en una academia de francés, cuando me preguntó mis razones para hacer el curso y le respondí que lo hacía porque el francés es bello. Sí, debo ser extraterrestre o primo lejano de Humboldt.
Estas motivaciones para aprender, no solo idiomas, sino cualquier disciplina, era lo normal en tiempos de Humboldt.
La motivación era antes la curiosidad que la utilidad. Lo cual no puede echarse para atrás con la descalificación de ser elitista y burguesa. Hay un valor universal en esta tendencia dada en ese animal curioso que somos por naturaleza. Me da igual que esto suene burgués o proletario, pues la excelencia debe ser, y de nuevo topamos con la paradoja, tan elitista como democrática. Hay que exigirse todo y más, y para ello, no basta la utilidad. Lo que hace distinto al hombre es, precisamente, la inexplicable e insaciable curiosidad que le despierta la realidad, como una especie de enamoramiento al captar su irresistible belleza, al caer en la conmoción estética que produce, anterior a la conmoción intelectual.
Pues todavía me pueden tachar con más ímpetu, indignación y saña de trasnochado al traer esto a colación: que cuando se destaca la importancia de las lenguas y su literatura estamos refiriéndonos también a las lenguas clásicas. Y para la cultura alemana de la época de Humboldt, la lengua que presidía esta relación estético-intelectual con los idiomas, era, por supuesto, el griego antiguo. En el caso de Humboldt no ya el estudio del griego, sino el helenismo en su amplia extensión, no consistía en una tonta y por otro lado imposible imitación del mundo clásico, sino que “El helenismo se le antojaba el antiguo estado de una humanidad que ya no era accesible, pero que continuaba siendo un estímulo y un modelo por su misma ‘forma’. ¡Un modelo por su forma, y no por su contenido! La imitación directa de la Antigüedad no es posible ni deseable; lo que importa copiar es el modo en que ciertas condiciones naturales e históricas sirvieron de punto de partida a una humanidad ejemplar. Las naciones modernas no deben remedar a los griegos, sino elevarse a la ‘verdadera humanidad’ conservando su originalidad propia, como hicieron los griegos en las condiciones en que se hallaban” (pp. 220-221).
Dicho de otro modo: la enseñanza que cabía tomar de Grecia era su espíritu, en el cual va incluido un modo teorético de aproximación a la realidad para captar en las cosas su “verdad”, y por tanto, era clave la cuestión de la verdad y el precio que hay que pagar por la misma, la virtud y la excelencia como objetivos de la educación y sobre todo el ideal del sabio o, mejor dicho, del aspirante a sabio que dio en denominarse “filósofo”. Todo ello viene a ser una manera concreta de situarse frente al cosmos, de abordar la existencia, de leerse y de leer el mundo. Una manera que a diferencia de otras civilizaciones, ha seguido un trato especial con sus propios mitos, cuya contemplación distanciada y serena ha fundado lo que nosotros denominamos la objetividad y la ciencia. Pero todo ello inspirado y propulsado por la seducción de una cierta belleza, es decir, por un interés estético, al cual se supeditaba lo intelectual.
Sin entrar en matices de lo que realmente entendía Humboldt y buscaba con su aproximación directa a la Grecia clásica, hoy todavía nos valen algunas razones para retomar este admirado acercamiento a Grecia. Y yo lo fundo en que, valga el tópico, conocer a Grecia es reconocernos. Reconocernos en su forma, en su ideal, en su más íntimo nervio y ánima, pues todo ello está vivo en nuestro mundo. Tanto las mejores posibilidades que todavía hoy se nos ofrecen como las peores degeneraciones, proceden del espacio que ellos abrieron para nosotros. Nuestra época, nuestro mundo, son griegos, y si, por volver al tema que nos ocupa ahora principalmente, queremos comprender, por ejemplo, el ideal universitario, hay que acudir al momento griego de emergencia del logos.
La universidad es hija de aquello. Se fundó como cristiana, desde luego, pero antes, en su ser profundo, era griega (como, por cierto, el cristianismo tras la teología de Pablo). Más en particular, la universidad es hija de la teoría, o sea, de la invención de una distancia inmune a otros intereses que no fueran el hallar lo que de manera universal podía decirse de algo y diferente a la mera opinión (la verdad). Hija de la fe en que además esto podía hacerse, en que era posible pensar, discutir y criticar los mitos y dejarlos atrás (cosa nunca absolutamente lograble).
La universidad tuvo también como mérito el colocar como referente el ideal de una “humanidad” eterna. Un fantasma, quizás, pero un fantasma que ha funcionado. Algo que habita, a pesar de la importancia que le estamos dando a lo teórico, racional y científico, en la literatura. Así lo he destacado en algún artículo en el que traté de presentar la necesidad de una educación a través de lo literario (pinchar
aquí). Me gustaría, además, destacar que acabo de descubrir, en el libro que refiero al final de este trabajo, que la figura de Goethe fue, por el tiempo de Humboldt, quien expresó este ideal de la
humanitas, del hombre en diálogo con su cultura, poeta y naturalista (me gusta más emplear para Goethe el término “naturalista” que “científico”). Justo lo que escribíamos
aquí y
aquí hace unas semanas.
En general, señala Flitner en su capítulo del libro de Château (2013), los intelectuales alemanes del momento habían tomado una senda más o menos romántica que al racionalismo kantiano añadió un cierto culto a lo bello del conocimiento, que es, hemos visto, algo que reaparece en la tradición occidental desde Platón. Se entiende al hombre como ser racional pero también espiritual, que se realiza en una especie de añadido al mundo donde habita al modo de un cierto ideal de lo humano. Es el planteamiento del idealismo que, como escribimos ayer, supone una de las dos ramas de la Ilustración que se va a desarrollar con ímpetu en el siglo XIX junto a la otra, la científica y positivista. Es esta primera rama la que forja las humanidades que se van a estudiar en los gimnasios de la Alemania decimonónica y que hemos remitido más lejos aún, al humanismo renacentista. Hay en la cultura algo que nos conduce (educa) a superar la vida particular de cada uno, la cual se ceñiría, si no es por ello, a las estrechas condiciones particulares que la determinan.
Es la “idea” de la humanidad lo que ha de dirigir la formación. La historia sería la forja de esta idea en lucha con las circunstancias y con la realidad (p. 224). No puedo aquí dejar de referirme a nuestra lectura del Quijote en el pasado mes de diciembre y que protagonizó una serie de entradas en este blog que precisamente desarrollaban esta noción de la guerra del mundo con sus propios ideales. Lo que Cervantes expresó como nadie lo hará jamás. Digamos ahora que, respecto a la historia, no interesa esta, en la formación que propugna Humboldt, como consejo o advertencia (el viejo propósito de Herodoto), sino como figura o forma de lo humano.
Flitner, a quien sigo de lejos, señala: “la cultura (
formatio hominis) es una transformación progresiva del hombre, de ese ser viviente tal como se da con sus sentidos y su historia, en un ser espiritual que participa del ‘Espíritu’ creador del mundo proyectando en un individuo la copia integral de este último” (p. 224). Lo que conecta ambos mundos, el del individuo y el del ideal o la cultura, es la lengua. Esto vale para todos, no solo para los intelectuales que tratan directa y expresamente con el espíritu. Porque la lengua es expresión general del espíritu (p. 225). De ahí que el espíritu que reside en el individuo, en su trato más o menos consciente con la cultura, se amplía cuando se aprenden nuevas lenguas. Como señalábamos antes, y frente a la actual enseñanza de idiomas, la razón que Humboldt daría para aprender una lengua extranjera sería así de sencilla: para ampliar su espíritu. Señal de la franca decadencia de la universidad hoy podría ser la incomprensión y la burla que esta respuesta originaría en muchos. Aquella época, sin duda, era infinitamente superior a la nuestra.
Así, el aprendizaje de lenguas extranjeras pasó a ser “una de las exigencias de la verdadera cultura humana” (p. 226). Es una de las características del humanismo, semejante al renacentista, que constituyó un nuevo estilo tanto para la universidad como para la educación, diferente del ascetismo de la universidad medieval, más, podríamos decir, pitagórica. Por supuesto es esta veta humanista la que generó la gran corriente hermenéutica del siglo XIX.
Pero el carácter formativo de la educación vincula a Humboldt con Rousseau. Es decir, la educación no ha de servir a un fin pragmático (¿educación por competencias, diríamos hoy?), sino humanístico. Este fin hace que se centre en preparar, primero, el carácter. La formación del hombre que precede a la del ciudadano. Es su base. Esto, junto con la liberación del fin pragmático, constituirá el núcleo de las reformas educativas emprendidas por Humboldt, que fue el creador de la prestigiosa universidad alemana decimonónica. La formación entendida no como mera instrucción, sino como educación.
El ideal formativo se vincula, también, con Rousseau en otro aspecto importante, como señala Flitner: “Aquí es la propia naturaleza la que cuida la organización de los estudios y su progresión formativa: gracias a una armonía preestablecida entre la naturaleza humana y ‘el orden natural’ de una verdadera cultura” (p. 230). El plan de estudios es ideado a partir de este principio formativo. Hacer o procurar la perfección de lo humano en el individuo que es, a su vez, la perfección natural (pp. 230-231). Este es el sentido que tiene la enseñanza de cada una de las asignaturas, tanto de letras como de ciencias. Pues la ciencia, como la literatura o la música, forma. De manera que lo que se busca es una impregnación en el propio ser de este “orden” y su naturalización en el sujeto, lo que conduce a metodologías de enseñanza de carácter activo, que impliquen la incorporación efectiva de las materias en el educando. Hay, pues, una conexión con esta derivación ilustrada de la pedagogía que tuvo su mayor impulso en el Emilio de Rousseau y que como es bien sabido, llega hasta la actualidad. La diferencia con la pretensión de las reformas actuales en la enseñanza y universidad, que voy analizando poco a poco en este blog, es que en la actualidad a las materias se les impone una ley ajena (su utilidad práctica y, sobre todo, mercantil) que sofoca y asfixia su propio ímpetu y esencia, lo que las despoja de su capacidad formativa.
BibliografíaFlitnet, W. (2013) “Wilhelm von Humboldt”, en Château, J. Los grandes pedagogos. México:FCE, pp. 219-233.