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La religión pitagórica.
La admiración ante el carácter sobrecogedor del universo, que promueve el conocimiento pero también nos deslumbra, el asombro ante lo que en un baño de luz a la vez nos salva que nos devuelve a la pura nada, es constitutiva de quien transita el orden. Todo puede ser sacralizado por lo que es, pero también por lo que de un modo oculto y misterioso parece albergar. Es esta devoción la que, por mucho que no lo parezca en una primera aproximación a la ciencia, constituye el requisito indispensable para que ella sea. Esta obsesión por los seductores enigmas que en una cansina sucesión de horizontes van desplegándose ha de arrebatar necesariamente al científico. O, como señalábamos en una entrada anterior, es la condición de la cientificidad que hace al buen científico, el que es capaz de, contra viento y marea, adorar el trabajo que le consume. No podemos escindir la ciencia de la evidencia de que investigar es postrarse ante un invisible abismo, como lo hace el devoto en su oración, acaso ensalzando bellas geometrías que hasta el vértigo se multiplican y bifurcan como en el bosque de sobrios arcos y columnas de la Mezquita de Córdoba o en la filigranas de yeso que se prolongan en los muros de la Alhambra. Un despliegue de teorías y hechos que parecen apuntar a una clave divina y secreta. Un cántico cósmico como el extenso y bello poema de larguísimos versículos que Ernesto Cardenal ha trazado para expresar la magnífica religación del universo.
Es la naturaleza matemática del mundo la que se extiende en su agotador despliegue empírico. Una clave que, como las claves secretas de la vida en el genoma o las proteínas, no podría haber sido de otro modo. Lo que interesa es que su aplicación cuando tratamos de leer el mundo científicamente, o sencillamente cuando queremos leer el mundo, considera a este como lo consideran las distintas religiones del Libro, como un libro (abierto antes los ojos del cálculo y el álgebra, decía Galileo). Una devoción que seguirá siendo posible mientras se halle irradiante el mundo que sucede tan distante de uno como inquietantemente dentro. Por eso no importó la prohibición del inquisidor y según la leyenda lo murmuró Galileo entre dientes cuando hubo de asumir su obligado silencio, pero exclamó para sí y para todos que en la “nueva” religión no importaba afirmar o no ante los hombres que la Tierra fuera el centro del universo, porque ella seguiría moviéndose ignorante de los hombres, surcando el vacío, el frío y el silencio inhóspitos del cosmos. El hombre para la ciencia es menos que el glorioso universo y, por fortuna, ahí fuera hay otras cosas que muda y regiamente suceden para nadie.
Asido pues a la nueva religión matemática, el hombre puede venerar de otro modo el mundo, lo que no deja de ser veneración, pero al estilo pitagórico, la que se topa con ese alma del número que nos compone. Sin este componente no hay, no puede haber, ciencia; es decir, sin el impulso mítico hacia un puro admirarse de la naturaleza que halla números como antes buscó dioses, la búsqueda del alma que se despliega con monotonía en las brillantes geometrías del cristal o del carbono que se sublima en el diamante. Un mundo que se siente fuera de uno y aparte, aunque nos constituya. Este canto mustio y exultante es, en cierta medida, la Modernidad, la religión de empiristas y racionalistas, de la inducción y la deducción. Un canto cósmico que lo es hacia un mundo que por fortuna nos supera y desborda, al que queremos atrapar como a un inagotable océano. Por mucho que lo estudiemos, nunca vamos a dejar de venerarlo con la más antigua y humana de las devociones, con el carburante del mito tiñendo sus heladas facetas. Una bella frialdad la del vacío inmenso que tratamos de describir. Un raro equilibrio que tratamos de crear ante lo lejano y platónicamente perfecto de las últimas regiones del universo y la incendiaria máquina de sacralizar que somos.
Quedan, pues, la ciencia y los libros, como si orásemos en un solitario templo de piedra, como si dialogáramos con la más inverosímil, majestuosa y arriesgada de las hipótesis, la de que existe, que hay, un centro con un Minotauro postulado por el breve trasiego del hombre en su biblioteca, vagando en el laberinto del universo.
La ciencia, pues, es la más refinada e irónica de las artes, la más excelsa, la que indaga en la eternidad donde somos y nos disolvemos.
Marcos Santos Gómez