La belleza es un tema filosófico tan viejo como complicado. La pregunta de partida, como todas en filosofía, es sencilla e imposible de responder de una forma definitiva: ¿Qué es la belleza? La estrategia habitual será la que ya ensayaron en su día tantos y tantos interlocutores de Sócrates: poner ejemplos de cosas bellas. Un paisaje espectacular, tal obra de arte, una pieza musical. La réplica puede ser también la que tantas veces pusiera en práctica el propio Sócrates: no basta con poner ejemplos particulares de belleza, sino que habrá que buscar qué tienen en común todos ellos para poder calificarlos de “bello”. Y quizás encontremos que no hay elementos comunes, que la belleza es caprichosa e inasible. Más aún, que aquello que encontramos horrendo y feo en un contexto puede parecernos bello en otro. El arte nos ha servido de guía en esta discusión: no solo porque haya arte de lo feo, sino porque el arte rompedor de cada tiempo, a menudo convertido en clásico apenas un par de siglos después, ha sido capaz de romper con los cánones de la belleza de su tiempo. Lo feo de ayer es lo bello de hoy, síntoma inequívoco del carácter histórico de este concepto que tanto ha dado que hablar a lo largo del tiempo. Así basculamos, entre subjetivismo y objetivismo, entre Safo y Platón. Veamos algunas de sus ideas.
Cómo se muda lo feo en lo bello. Y cómo lo bello resulta envejeciendo demasiado rápido, arrinconado en el cajón del olvido estético de las nuevas generaciones. Desembocamos en la conocida frase de Safo: bello es lo que uno ama. La consecuencia es inmediata: subjetivismo. Es ese “amor” de cada uno el que convierte al objeto amado en bello. Y es sabido que el amor va y viene y puede fijarse hoy en una cosa y mañana en otra. A buen seguro aman los entomólogos algunos de los insectos que estudian, que pueden parecerle a una mayoría de la sociedad algo sencillamente repugnante, y en ningún caso un ejemplo de belleza. Conclusión: bello es lo feo. No hay motivo para el escándalo lógico, se trata de una consecuencia de la sentencia de Safo: para aquel que ama lo feo, resulta éste bello en algún sentido, pues de otra forma no podría darse esta tendencia amorosa. Puede que el amor contribuya a realzar la belleza del objeto amado, le ponga un valor estético añadido, pero emparentar la belleza con la voluntad subjetiva de calificar algo como “bello” nos sitúa en dificultades. Dejaríamos necesariamente de hablar de belleza, si nos fuera permitido crear innumerables lenguajes privados al respecto. La belleza tiene que brillar, compartirse: el ser humano gusta de compartirla con los demás. Descubrir la belleza es el punto de partida para disfrutarla en común.
Nos vemos llevados, entonces, en esta huida del subjetivismo, hacia nuevas formas de platonismo: amamos lo bello, que es previo e independiente a nosotros. Como si admitiéramos, implícitamente, que esta categoría se sale de la historia, que es atemporal y válida en todo momento y lugar. Anticipamos, entonces, que las generaciones futuras habrán de estremecerse ante una melodía musical, que disfrutarán viendo los cuadros del Louvre o que no podrán permanecer ajenos a una puesta de sol o la inmensidad de una montaña. Lo bello se nos impone, nuestra forma de amarlo consiste en el reconocimiento. Siempre habrá una réplica platónica a la frase de Safo. Más aún: la belleza puede llegar a dominar al ser humano, a obsesionarle, a ejercer una influencia determinante en su vida. Podrá sonar exagerado, pero innegablemente familiar para todos los que de vez en cuando afirman abiertamente: mi vida cambió el día que conocí esta canción/película/cuadro/autor/paisaje. Si la belleza puede entrar en nuestras vidas con tanta fuerza, no cabe imaginar que seamos nosotros los que la damos valor. En el mejor de los casos: nos dejamos arrastrar por ella, por ese torrente indomable de valores estéticos ante los que perdemos incluso la libertad: no somos capaces de permanecer indiferentes ante lo bello que nos mueve, que nos apasiona. Experiencia por cierto que anule quizás la propia pregunta filosófica: a quién le importa si es subjetiva u objetiva la belleza, cuando ésta nos sumerge en uno de los goces vitales más intensos que puede experimentar el ser humano.