La tradición cultural de occidente ha tenido a bien mostrarnos a Pitágoras como uno de los “popes” de la ciencia antigua. La cosa ha cuajado tanto que incluso se ha colado en el lenguaje popular: se habla de “pitagorines” para referirse a niños que destacan por su inteligencia. Más todavía: el nombre de Pitágoras ha pasado a formar parte de el exclusivo grupo de personalidades de la cultura que son conocidas, aunque sólo sea de nombre, por la inmensa mayoría de la población. No preguntes por el teorema, pero si hablas de Pitágoras a todo el mundo le suena. Es sin duda uno de esos “iconos culturales” que traspasan tiempos, culturas y fronteras. Sin embargo, no está de más aquí, como en tantas otras circunstancias, una mirada más sosegada sobre el asunto. No para decir que Pitágoras era un segunda fila o que su trabajo no merece en absoluto la pena, pero sí para hacernos una idea más aproximada de su pensamiento y crearnos una imagen más acertada de su figura. Quizás para terminar con una frase un tanto paradójica, similar a la que se asocia a tantas monarquías: Pitágoras ha muerto, viva Pitágoras.
El Pitágoras que tiene que morir es el científico y matemático. La mayoría de alumnos llega a 2º de bachillerato con la idea de que era un sabio científico de hace más de dos mil años, y que vivió entregado a la ciencia y al desarrollo de las matemáticas. Un error de didáctica claro de muchos compañeros de ciencias: presentar a las principales figuras de su disciplina como espíritus “puros”. Frente a esto, se sabe que Pitágoras era más bien un líder espiritual de un grupo que hoy bien se podría calificar de secta. Algunas de sus supersticiones han llegado hasta nuestros días, y ofrecen un reverso pitagórico nada desdeñable: desde los rituales y supersticiones varias que acompañaban a todo buen pitagórico hasta la vieja anécdota según la cual Pitágoras reconoció en los ladridos de un perro que estaba siendo golpeado la voz de un viejo amigo que acababa de morir hace poco. El teorema es sólo una de las herencias pitagóricas: según afirman los expertos en historia de la filosofía, la creencia en la inmortalidad del alma entra en occidente precisamente a través de Pitágoras. Como se ve, todo un cóctel de ideas, a medio camino entre la matemática, la filosofía y la religión.
La mistificación del número. Esta es la clave sobre la que se construye todo el edificio pitagórico. Una idea que tiene a partes iguales ciencia y religión: la pretensión de matematizar el conocimiento, de descubrir las entrañas numéricas del cosmos, convive sin conflicto alguno con la idea de que hay armonías ocultas entre los planetas, melodías solo alcanzables para los oídos más exquisitos. En Pitágoras conviven el mito y el lógos como dos caras de la misma moneda, sin que la tradición académica haya prestado demasiada atención a este detalle. Se habla del producto, el teorema, sin prestar atención al contexto histórico y cultural en el que se formuló. Es fácil así no sólo ignorar el lado simbólico y místico que rodea al pitagorismo sino también convertir la propia ciencia y el conocimiento matemático precisamente en un mito. Quizás porque este carácter místico-mítico está presente también en la propia ciencia actual, y negar esta raíz es precisamente una de las señales que lo ponen de manifiesto. Situación peculiar, pues las supersticiones y rituales pitagóricos de la más diversa índole no le resta ni un ápice de valor a sus aportaciones a la ciencia, especialmente a la idea que está en su base: el deseo de expresar numéricamente todo cuanto ocurre en la naturaleza. Este ansia metafísica-matemática es la chispa de la que sigue ardiendo hoy, como hace más de veinte siglos, la ciencia moderna.