Vamos cerrando en estos días los contenidos de la que será la primera evaluación, así que a la carrera y algo ajustados terminamos de presentar la filosofía aristotélica con referencias a la parte más práctica de su pensamiento: la ética y la política. Señalando la práctica y la experiencias como los pilares de ambas, suelo detenerme en una idea que hoy se considera casi una provocación y que desde luego resulta políticamente incorrecta: la distancia que establece Aristóteles entre la juventud y la virtud. Si lo queremos en una expresión cruda: un joven no puede ser feliz. El motivo principal alude a la interrogación que preside esta anotación: si la felicidad depende de la virtud, si para ser felices tenemos que ser buenos seres humanos, parece complicado que esta virtud se alcance en una etapa de la vida en la que todavía carecemos de la experiencia necesaria para lograrla. De una forma directa o indirecta, está poniendo Aristóteles sobre la mesa cuestiones sobre la dimensión moral del ser humano que están de plena actualidad. Tanto sobre la naturaleza de al virtud como sobre el modo de conseguirla, aspectos que pasamos a comentar a continuación.
Lo primero, la naturaleza innata de la virtud. Hay quien piensa, y entre ellos quizás se encontraran algunos genetistas y sociobiólogos, que el comportamiento moral está determinado por los genes o, más genéricamente, la naturaleza. Más o menos así lo decía el otro día una alumna en clase: “nacemos buenos o malos, y lo que nos pase después tampoco importa demasiado, no se puede cambiar lo que somos desde que nacemos”. Una idea con la que se sentirían muy cómodos todos los partidarios del determinismo pero que no deja demasiadas oportunidades a la humanidad. La idea no tardó en tener réplica en la voz de una compañera que sin quererlo estaba abriendo espacio para todos los partidarios del predominio de la sociedad, la cultura o incluso la economía: “más importantes que los genes son todas las influencias que recibimos del entorno en el que crecemos. Idea que, si nos alejamos del determinismo, resultaría más cercana al bueno de Aristóteles: no nacemos buenos o malos, sino que llegamos a serlo a lo largo de nuestra vida por medio de la práctica. O si queremos, en plan existencialista: no nacemos buenos o malos, sino que nos hacemos buenos o malos en cada una de nuestras acciones.
La cuestión es que esta idea, que parece tan cercana al sentido común, trae consigo la inesperada consecuencia que apuntaba al principio: un joven no puede ser virtuoso en el pleno sentido de la palabra. Le falta práctica, diría Aristóteles. Otra forma más cotidiana de expresarlo: no ha metido la pata suficientes veces. Porque en eso consiste la virtud: en equivocarse lo menos posible, pero principalmente en aprender todo lo que se pueda de esas veces que nos equivocamos. Como nadie nace enseñado en esto de la vida, vendría a decirnos Aristóteles, es preciso ir aprendiendo de la experiencia, y en este sentido los golpes y las caídas con un camino inevitable, por el que transitan todos, buenos y malos, los que en el mundo han sido. No negaría Aristóteles esa frase que tan a menudo está en boca no sólo de padres, sino también de los profesores cuando hablan de sus alumnos: “Fulanito es buena persona”. Sin embargo, sí incluiría una advertencia: por muy bueno que sea, es probable que se equivoque, porque forma parte esencial de la vida el errar. Una idea que nos resulta hoy poco menos que escandalosa: en el tiempo en el que buena parte de la humanidad aspira a una juventud eterna, cualquier valoración crítica de la misma, por pequeña que sea, levanta sospechas. Quien sabe, quizás porque una primera señal de que no se valora excesivamente la virtud moral sea esa preocupación obsesiva de algunos por parecer, que no ser, jóvenes. Algo que los jóvenes, los que de verdad lo son, tienen que mirar necesariamente como una de las señales más excéntricas del tiempo que nos ha tocado vivir. Enfoque crítico que, por cierto, bien puede ser una señal de virtud.