Ayer se aprobaba la LOMCE en el parlamento. Esa ley educativa que, como muchas otras, ha logrado despertar una gran oposición política y social, pero que termina introduciendo rasgos en el sistema que leyes posteriores, elaboradas por partidos de diferente signo, no modifican. Pero no es este el tema que toca hoy. Más bien quisiera aprovechar para retomar un viejo tema: la situación de la filosofía en el sistema educativo. Que no huyan despavoridos los pocos lectores habituales que puedan quedar en este blog. Más que dar por muerta a la filosofía, y hablar de lo malo que es el mundo, me gustaría hoy invertir las tornas. Más de una vez he apuntado por aquí que a los profesores de filosofía nos falta, paradójicamente autocrítica. Así que ahora que ya está la ley aprobada y nos esperan años de sequía educativa, de pocas horas filosóficas y de pocos alumnos en nuestras aulas, quizás haya llegado el momento de dejar de echar balones fuera e ir revisando el por qué de la situación actual. Tras haberle dado más de una vuelta al asunto, creo que tengo un diagnóstico, seguramente menos acertado y agudo que los que se pueden hacer por ahí, pero que me gustaría al menos poder expresar. La filosofía está muriendo de ombliguismo crónico.
He de confesar que en estos tiempos he leído defensas de la filosofía que me han provocado cierto sonrojo interior, por lo que he preferido callar. No sé exactamente por qué, parece que la gente de filosofía tiende a considerarse el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el funeral. Con la de veces que hablamos de la naturaleza, el universo y esas cosas… y lo poco que lo escuchamos. Ahí va un ejemplo: sin filosofía no hay democracia. La idea, de lo reduccionista resulta risible. Hay sociedades democráticas que carecen de formación filosófica alguna y Alemania, cuna de grandes filósofos de la historia, es un buen ejemplo. Por no hablar de otras democracias, un poquito más veteranas que la nuestra, como la de EEUU, que tampoco brilla por su formación filosófica. A ver si nos enteramos: ni somos los dueños de la democracia ni sus principales impulsores. Por mucho que nos duela. Y si así lo pensáramos, estaríamos sufriendo una especie de paranoia colectiva que los profesores de filosofía deberíamos hacernos mirar. En ningún libro leí jamás que la enseñanza filosófica sea condición indispensable para poder hablar de democracia. Y tampoco me sirve el argumento de que fomentamos el pensamiento libre y crítico. La enseñanza de la filosofía está en estado crítico porque los chavales, como tendencia general, sienten auténtica náusea de mucho de lo que explicamos en clase. Y más aún: consideran a sus profesores de filosofía adoctrinadores. ¿Dónde está entonces ese pensamiento crítico, libre y autónomo del que, no se sabe muy bien por qué, parecemos habernos adueñado? Y se me dirá que exagero: pregunten por favor a los alumnos. Otra cosa es que queramos seguir con las orejeras, diciendo que la culpa es siempre de otros. Qué malos son los políticos, qué mala es la gente que no nos entiende. Nosotros y ellos, en juego infantil que no se sostiene por ningún lado.
Nos hemos quedado anticuados y gustamos de vivir de viejas glorias del pasado. Cuántas veces nos hemos enorgullecido al decir: la filosofía es la madre de la ciencia. Pues bien, o no nos enteramos o no nos queremos enterar: el alumnado de ciencias, por lo general, preferiría no tener que estudiar filosofía, materia que suele tener una imagen bastante peyorativa entre muchos de los compañeros de asignaturas científicas. ¿También son ellos ignorantes, cómplices de una conspiración político-planetaria-alienígena en contra del pensamiento? Pues no, no lo son. Son profesionales de sus asignaturas igual que nosotros, con el mismo derecho a defender que sus materias fomentan el pensamiento. Igual que se hace, por cierto, en otras materias y tengo en mente otro de los argumentos que se han dado en favor de la enseñanza de la filosofía: hacen falta humanidades en economía y en empresa. De acuerdo, pero así expresado transmite pobreza intelectual. Y sobre todo: transmite una sensación a quienes no conocen de los excesos propios del mundillo filosófico de que nos pensamos que somos los reyes del mambo. Que son los filósofos los que van a sacar al mundo de la crisis y que también ellos están al frente de las grandes empresas. Que son también ellos quienes están trabajando duramente en el acelerador de partículas de Ginebra y que merecen un premio Nobel de física, química o incluso de medicina, pues no se puede olvidar el transcendental peso de la bioética en todos los hospitales (bien sabido es que es la sección por la que preguntan todos los pacientes en cuanto ingresan).
Para concluir y exponerme ahora a la crítica de los compañeros:el rechazo a la LOMCE que se está propagando desde instituciones filosóficas me parece una falta de respeto a los compañeros y a sus materias. Quieren rebajar el nivel cultural para que no seamos más que trabajadores, se dice. ¿Alguien ha pensado en qué lugar dejo esto a los profesores de lengua, mátemáticas o inglés? ¿Acaso esta crítica no se escucha hoy, momento en el que la filosofía aún está implantada en el último curso de la secundaria y el bachillerato? ¿Hemos logrado mucho en estas décadas de tradición filosófica en la educación? ¿Dónde están esos ciudadanos libres, críticos y autónomos que formamos? Que ciertos aspectos de la LOMCE no me gustan, de acuerdo: me parece mucho más grave, por poner un ejemplo, la incertidumbre respecto al programa de diversificación que la desaparición de la filosofía. Pero de ahí a caer en la demagogia que decimos perseguir va un abismo. Y en lo personal no se me cae anillo alguno en decirlo públicamente: si el sistema educativo español va a funcionar mejor dejándome con 9 horas semanales de filosofía y rellenando mi horario con lengua o historia, que así sea. Aprovechemos estos años, por qué no, para aprender algo que está en los orígenes de lo que hacemos: el solo sé que no sé nada. Algo más de humildad intelectual y educativa y sobre todo no caer en el error de pensar que somos imprescindibles para todo. Se vive sin filosofía. Se piensa sin filosofía. Y también hay democracia sin filosofía. Ahora nos toca pensar, desde la serenidad y la honestidad, qué podemos aportar en estos inicios de siglo XXI. Y hacerlo de forma filosófica: con autocrítica, humildad, diálogo y sobre todo dispuestos a escuchar las críticas, que nos llegan por cierto desde varios flancos.