Andamos estos días comentando en clase las ideas del racionalismo. Esa corriente que ha marcado en parte nuestra evolución cultural, ofreciéndonos como señas de identidad el pensamiento científico, la búsqueda de la certeza y la argumentación como fundamento último de la vida en común. Lo racionales que somos se lo debemos a ellos, a aquellos seres humanos inesperadamente irracionales, supersticiosos, casi místicos y quién sabe si sectarios. Que nadie se asuste por los calificativos: explicar a Descartes es, nos guste o no, bordearlos peligrosamente. Un enfoque en el que apenas había hecho hincapié en cursos anteriores, pero que empujado por la curiosidad de los alumnos sí he tocado ligeramente en estas semanas. También, por qué no decirlo, a modo de provocación: explicar a estudiantes del bachillerato científico que los grandes científicos de la historia tenían también un “lado oculto” puede ayudar a desmitificar la ciencia, y a situarla en un contexto histórico sin el que difícilmente se puede comprender. Tres episodios de la vida de Descartes nos pueden servir para esto: los famosos sueños, su “presunta” pertenencia a los rosacruces y los avatares sufridos por su cuerpo. ¿Acaso no son un cóctel explosivo para una vida “de novela” y no precisamente de tipo científico?
Las anécdotas son de sobra conocidas entre los que han estudiado filosofía, pero quizás no tanto para el gran público. Allá va la primera: si nos fiamos de algunos textos escritos por el propio Descartes, su vocación científica y filosófica habría surgido en una noche fantástica, en la que se sucedieron tres sueños. En el primero, una persona le ofrece un melón en medio de un día de perros, en el que el viento impide cualquier movimiento al autor francés, aunque no así al resto de las personas. En el segundo, pensó ver su habitación ardiendo en llamas y repleta de chispas. Finalmente, en el tercero se topa con una frase en un libro: ¿Qué camino he de coger en mi vida? En el mismo sueño aparece una enigmática respuesta: “Sí y no”. A partir de estos sueños le dio al pensador francés por interpretar que su vida debería orientarse hacia el conocimiento, y por eso se dedicó a la filosofía y la ciencia. Todo muy racional, como se puede ver. Tanto o más como su pertenencia a los rosacruces, que aparece literariamente narrada en el famoso libro de Umberto Eco. El movimiento rosacruz cuidaba el conocimiento y la ciencia, pero no menos cierto es que contaba también con una serie de rituales y conocimientos ocultos a los que no pertenecían al mismo, rasgo que le aleja totalmente de criterios que hoy denominaríamos científicos, como es la publicidad y la posibilidad de compartir. Si algo no es público ni compartible no es científico.
La tercera historieta cartesiana es totalmente ajena al autor, pero le añade si cabe más misterio al personaje. Se trata de las peripecias de su cadaver. Sin entrar a valorar si realmente se murió de frío o envenenado, lo que sí se sabe es que la cabeza fue desprendida del cuerpo, que por otro lado tuvo hasta cuatro sepulturas distintas. Éste es el retruécano de la filosofía: el impulsor del racionalismo llevó una vida nada racional. Cuando le ponemos rostro e historia a las ideas nos damos cuenta de que éstas no son tan puras e inmortales como pudieran aparecer en los libros. El olvido de esta “encarnación” de las ideas hace daño a la propia ciencia y al propio racionalismo. Habrá que ver cómo se escribe en el futuro la historia de la ciencia actual. No se imagina uno a Higgs con sueños reveladores, o a un premio Nobel de medicina dedicándose a organizar sesiones de espiritismo. Sin embargo, no se puede ignorar que la palabra química guarda cierto parentesco con la alquimia o que los ejes cartesianos bien podrían ser una bonita metáfora extraida de sueños peculiares, en los que los rayos centelleantes se entrecruzaban y en el primer cuadrante aparecía representado un melón gigante. La ciencia. Nunca tan separada del mito como nos quieren hacer pensar.