Acudía la semana pasada a una jornada dedicada a la convivencia escolar, en la que se sucedieron diferentes intervenciones desde varios ángulos: administración, policía, inspección educativa, compañeros de otros centros y, como no podía ser menos, un antiguo catedrático de filosofía que ha dedicado su vida a la convivencia escolar: Pedro Uruñuela. Me llamaron la atención dos ideas que aparecían en muchas de las intervenciones y que a mi entender no se ajustan demasiado a la realidad escolar: la insistencia en la colaboración (con ese adjetivo tan cacofónico como es “colaborativo”) y la concepción de la convivencia escolar como un clima idílico de amistad que debía promoverse en los centros. Como si de alguna manera todos los alumnos tuvieran que ser amigos de todos, prestos y dispuestos en todo momento a echar una mano al compañero en apuros o a solucionar cualquier problema que se plantee en el patio.
Así se nos dijo, por ejemplo, que los esquemas de agresividad y los comportamientos de dominación-sumisión son aprendidos y que hemos de tener mucho cuidado en cómo nos comportamos los adultos, tanto fuera como dentro del entorno escolar, ya que este tipo de conductas se transmiten fácilmente. Una afirmación antropológica tan cuestionable como la de aquellos que consideran al ser humano como un lobo. Darwin nos proporciona ya argumentos para replicar este tipo de enfoques rousseanianos: no es verdad que estos esquemas los aprendamos, sino que muchos de ellos están ya escritos en la naturales, en nuestros genes. Encaje mejor o peor en nuestras teorías, la agresividad forma parte del comportamiento del ser humano, tanto o más que en el resto de especies, y querer fomentar un modelo de convivencia escolar que olvide esto resulta un tanto ingenuo. Tenemos una parte tremendamente egoísta, y desde críos golpeamos si es preciso a quien se ponga en nuestro camino. Sin necesidad de que nadie nos lo enseñe. Quizás no les vendría mal a todos los que teorizan sobre la convivencia y sobre lo que somos por naturaleza unas pequeñas dosis de guardería, para intentar deslindar un poco solamente naturaleza y cultura.
La segunda idea tiene un toque casi perverso: en los centros escolares está en ocasiones mal vista la soledad o el aislamiento. La integración en el grupo parece ser un objetivo a lograr, cueste lo que cueste. Se ignoran así pluralidad de circunstancias: características culturales, sociales, económicas e incluso psicológicas. La clase o el grupo parecen estar por encima de todo esto para convertir el aula en una suerte mundo de yupi, en el que todos los integrantes han de sentirse a gusto. Así es, por desgracia, el discurso “oficial” en educación. Nada se dice de quienes ni son amigos ni quieren serlo. De quienes prefieren tener su círculo de relaciones fuera de centro o con gentes de otras clases y cursos. Aparece de nuevo el doble discurso: el mundo funciona de una manera, pero la educación parece empeñada en convencerse de que lo hace de otra muy distinta. Vivimos en sociedades capitalistas, en las que la competencia impulsa las relaciones económicas y sociales. Hablamos en educación sin embargo de colaboración y solidaridad. Consumimos agresividad y violencia, desde los telediarios a las películas, pero en el centro escolar nos imaginamos una arcadia feliz, con seres humanos que jamás agraden a otros, a no ser que lo hayan aprendido de la sociedad. Darwin y Freud elaboraron teorías que hablan de un ser humano que parece existir en el mundo adulto, pero no en la escuela. Y todo esto no quiere decir, ni mucho menos, que esté en contra de las actividades que mejoran la convivencia en el centro escolar: pero hemos de esforzarnos por elaborar un discurso realista y adulto. Como decía un buen amigo, citando a un profesor universitario: “Que ya no somos Espinete”.