Poco a poco, salvo excepciones, vamos interiorizando y asumiendo valores como la igualdad entre hombres y mujeres. En el ámbito educativo, laboral, social, cultural. Aunque aún queden algunos “rezagados”, es incuestionable que uno de los logros de las últimas décadas es la reducción de la desigualdad. Y aunque aún queda mucho por hacer, hay razones para pensar que estamos ante un proceso irreversible. Cuestiones todas estas que salen en las clases a extinguir de 4º de ESO: la “maldita” Educación ético-cívica sirve, entre otras cosas, para esto. Y el caso es que de los ejemplos que se discuten, se va repitiendo uno en el que chocamos con barreras infranqueables. Un ámbito que, curiosamente, presume precisamente de integrar valores morales. Me estoy refiriendo al deporte. Si miramos hacia atrás, se han producido cambios importantes: ya nadie se escandaliza por que una mujer pretenda correr una maratón, y estamos acostumbrados a que, de ciento en viento, los medios de comunicación estén obligados a dedicar unos minutos al deporte femenino. Sería escandaloso que no lo hicieran cuando aparecen triunfos de carácter internacional, aunque sean en deportes minoritarios. Visto así, parecería que el deporte ha hecho mucho en favor de la igualdad y que ha abierto sus puertas de para en para a la mujer.
Mucho me temo, sin embargo, que puede ser más correcto el análisis opuesto. Una idea preconcebida asocia deporte y esfuerzo físico, y otra sostiene que las mujeres son físicamente más débiles que los hombres. Tenemos entonces el cóctel perfecto para que la mujer viva a la sombra del hombre en el deporte. No sólo porque no se la sigue ni se informa sobre sus logros, sino fundamentalmente porque parte de una división que se considera natural: la separación de hombre y mujeres a la hora de competir. Es algo que todos asumimos como dado, pero que podría al menos replantearse. Pongamos el caso del deporte colectivo: ¿Por qué no obligar a que todos los equipos jueguen con una proporción determinada de hombre y mujeres en sus equipos? La primera respuesta que nos viene a la cabeza: menuda estupidez. Ellas no estarían a la altura porque no corren o golpean con la misma intensidad. La competición perdería en vistosidad y espectáculo. Quién querría ver, por ejemplo, un partido del siglo en el que jugaran cinco mujeres junto a Casillas, Ronaldo, Iniesta y Busquets. La competición perdería su sentido, quedaría desvirtuada.
De fondo, en el debate están contraponiéndose dos grupos de valores: un juego integrador e igualitario frente a una competición gobernada por la fuerza o, por qué no, el dinero. Es muy curioso que en las categorías inferiores existan equipos mixtos y no sea así en las superiores. Lo cual nos dice: en aquellas es verdad eso de que lo importante es jugar. Cuando nos hacemos mayorcitos lo importante es ganar. De esta forma, el deporte es uno de esos reductos extraños en los que las diferencias entre hombres y mujeres no sólo se manifiestan de una forma palpable, sino que incluso se justifican y argumentan. Y a lo mejor no es una locura plantearse la opción de redefinir las reglas del juego, de buscar fórmulas imaginativas que integren a la mujer en el mismo, no sólo en los deportes colectivos, sino también en los individuales. Termina el Dakar y todos vemos en la tele que Laia Sanz logra la novena posición, la mejor lograda por una mujer en toda la historia. ¿Será acaso imposible que un día una mujer logre la victoria? El que se dice el rally más duro del mundo no distingue el sexo de quien conduce, pero por lo visto sí es clave para dar patadas a un balón o meter una pelota por un aro. Si se educa a la mujer para competir de forma diferenciada, estamos enseñándola que es físicamente inferior, poniendo un límite ya en la infancia. Normal que de mayorcitos digamos que el deporte femenino no es comparable al masculino. ¿No sería preferible un deporte menos competitivo pero más igualitario? Quizás uno de los frentes aún pendientes en la lucha por la igualdad.