Le debo una anotación a un compañero. Desde hace ya mes y medio aproximadamente. Surgía la deuda en una sesión de evaluación, en la que los alumnos de un grupo de 4º de ESO me pedían que la participación en clase fuera una más de las cosas que “cuentan para nota”. Algo que se ha debatido mucho por ahí, tanto en conversaciones informales como en blogs filosóficos y educativos. Y algo que sería decididamente apoyado por algunas corrientes pedagógicas. Sin embargo, es una propuesta que no puedo compartir: valoro la participación de los alumnos como un ingrediente indispensable en clase, pues rompe el monótono soliloquio del profesor. Es sin duda un elemento que dinamiza la clase, que hace los aprendizajes más participativos y personales y que contribuye de una forma decisiva a involucrar a los alumnos en el aula. Siempre dejo participar a los alumnos, desde 4º de ESO a 2º de bachillerato, y si las clases están invadidas de pasividad intento sacar a colación alguna cuestión que pueda motivar la discusión, y de paso actualizar la reflexión o las ideas que se estén abordando durante la clase. Pero todo esto no puede llevarme a convertir esta valoración en un punto más a tener en cuenta para la nota, pues estaría condenando a un tipo de personalidad que no siempre se elige: el tímido.
Vivimos en una sociedad llena de ruido. Hablamos, hablamos y hablamos sin parar. Y cuando no lo hacemos con la voz, tiramos de teclado: la comunicación vía móvil, redes sociales o cualquiera otra herramienta está a la orden del día. Todo esto termina convertido en tendencia, hasta el punto de ir arrinconando a quien, porque simplemente es así, no desea compartir su opinión. Por los motivos que sea: porque ya ha sido expresada, porque no cree que vaya a interesar a otros o simplemente porque “le da cosa”. Por mucho que traten de imponernos un patrón psicológico, las prácticas educativas han de aceptar que las personalidades son múltiples y plurales, que hay quienes hablan más y quienes hablan menos, y que calificar la participación es poner una piedra en el camino de quien, porque es así, tiende a guardarse sus opiniones. Tenemos las televisiones y las radios llenas de sabelotodos, que opinan lo mismo de la crisis de los pepinos que de la inflación, el ascenso de podemos o la puesta en marcha de un cohete a la luna. Hablar, hablar y hablar. Una moda a la que contribuye con su nefasto grano de arena, más bien pedrusco, modas psicológicas de dudosa validez, como el coaching o los libros de autoayuda.
Tienes que superar tu timidez. No seas tímido, habla. Cuéntanos cómo te sientes. Este tipo de consejos no se limitan a tener con frecuencia un efecto contraproducente, sino que a mayores sitúan a los alumnos ante una valoración negativa de uno de sus rasgos de personalidad. Dando por hecho que todos los chavales de 15 o 16 años tienen que ser dicharacheros, comunicativos, participativos. Intervenir en una clase para contar la visión personal de cualquier asunto no puede convertirse en obligación, y no implica necesariamente que se obtenga un mayor provecho de esa clase. Tan importante, o seguramente más, es la actitud de escucha, y la capacidad de repensar por uno mismo las ideas que se exponen, sin necesidad de estar pendiente de formular el pensamiento propio de formal oral para lograr el punto correspondiente a la participación. La actitud participativa tiene aspectos positivos, qué duda cabe, pero no creo que se pueda instrumentalizar para entrar dentro de ese cálculo que tantos y tantos alumnos dominan a la perfección: qué tengo que hacer para aprobar. El alumno tímido e introvertido tiene derecho, pienso, a que los sistemas de evaluación no penalicen un rasgo de su forma de ser. Y más allá: a que la sociedad le permita integrarse sin obligarle a superar su timidez. Sin profesores, pedagogos, especialistas o padres que les digan ¡Participa”.