Del 1.0 al 2.0. Se habla ya del 3.0. La realidad aumentada y el internet de las cosas. ahora los teléfonos son inteligentes y no parece lejano el tiempo en el que un reloj de pulsera pueda tener más memoria que su dueño. Hacemos tecnología que nos hace: los nativos digitales se quedan hoy estupefactos cuando se les pregunta qué harían si no hubiera Internet, ni teléfonos móviles con aplicaciones de mensajería en las que cotorrear sobre lo humano y lo divino. Esta misma tecnología que nos hace nos obliga a mostrarnos en público: poco importa si a través de mensajes de 140 caracteres, a través de fotografía o compartiendo los lugares y las personas que van construyendo eso que llamamos vida. Vivencias digitalizadas. Vértigo: esta es quizás la palabra que mejor describe la sensación que provoca esta invasión tecnológica. Uso e integración: empezamos a usar las aplicaciones llevados por el rebaño. Si todo el mundo lo usa no puede ser malo. Algo así debe pasarnos por la cabeza, sin detenernos a pensar por un momento en ciertos hábitos de las moscas.
Ahora que tenemos ordenadores conectados, queremos conectar las cosas. Está muy bien, se nos dice que el coche, la persiana y el horno de casa estén conectados a Internet. También el frigorífico. Y a buen seguro habrá que “internetizar” la naturaleza: seguramente no esté muy lejos el día en el que las montañas o los árboles tengan su propio microchip, y envíen información permanentemente a una central desde la que tomar ciertas decisiones. Puede que sea el próximo paso: el Internet de la naturaleza. Y cuando esté ya conectado, sumado al Uno absoluto de la red, seguiremos convencidos de que controlamos, de que no dependemos de la tecnología y de que el mundo es mejor gracias a todos estos aparatos y sobre todo a la posibilidad de estar permanentemente relacionándonos con otros.
Ya puestos, una opción a investigar podría ser enchufarnos nosotros mismos a la red. No es ciencia ficción: ya se ha hablado de la posibilidad de insertar un chip dentro de nuestro cuerpo, y eliminar así la engorrosa necesidad, tan vital como el respirar o el comer, de llevar un aparatito en el bolsillo que nos ponga a la última de todo lo que ocurre. Si este microchip es suficientemente sofisticado, podría darnos información detallada sobre quiénes han de ser nuestros amigos, qué estudios se adaptan mejor a nuestras capacidades, dónde escoger un puesto de trabajo o quién puede ser nuestra pareja. Bastaría con ir tomando información de nuestras propias experincia para que el chip nos orientara respecto a qué actiividades de tiempo libre realizar, qué partido político elegir o qué diarios escoger para que nos nutran de información. Habrá quien considere esto casi apocalíptico, pero puede que no sea más que la evolución lógica del tiempo. Y cuando esto ocurra, nos habremos olvidado de que Internet forma parte de nuestro genoma, y que durante milenios, mucho antes de la aparición de cualquier ordenador, nos hemos relacionado con una estructura de red primigenia, que se llama sociedad, y que ha sido siempre, a su modo, el Internet de las personas. A tiempo estamos ahora de ir valorando si merece la pena ir desdibujando esa forma de vivir en favor de una ordenación tecnológica del mundo.