Somos y nos movemos en el lenguaje. Se podría decir que vivimos en él, y que su presencia es una de las características que nos definen. La cultura ed lenguaje en la misma medida que lo es la educación: aprender es ir adquiriendo mayor capacidad lingüística, sea de ese lenguaje natural que todos hablamos o del otro, del formal que nos hemos inventado hace ya un par de milenios. La dimensión comunicativa del ser humano es imprescindible para explicar nuestra evolución. La comunicación tiene una doble cara: siendo un rasgo común, orientado hacia el entendimiento, es precisamente algo que nos separa: aprender el lenguaje del nosotros en el que nacemos y crecemos es una condición necesaria para el desarrollo del pensamiento, pero a la vez un obstáculo para el comprender a los demás, al “ellos”. Así ha sido desde hace siglos y así aparece en diversas mitologías en todas las babeles que pululan por nuestro imaginario. Ya en el mito, y en la experiencia la cotidiana, aparece la incomprensión como un castigo, como una experiencia la negativa que nos aisla y nos obliga a vivir separados. Los mismos mitos nos ofrecen las figuras contrapuestas: dioses mediadores, capaces de unir lo que está separado y que hacen de puente entre quienes, en un primer momento, parecen condenados a no entenderse. Más allá de la mitología, desde el mismo nacimiento de la filosofía del lenguaje y como una de las preguntas que le ha servido de arranque, está precisamente el interrogante que figura al principio: ¿es posible traducir diferentes lenguajes? O en otras palabras: ¿podemos entendernos?
La respuesta más inmediata es un rotundo sí. Ahí están las escuelas de idiomas y academias del más diverso pelaje y condición: son la prueba “viviente” de que la traducción y el aprendizaje de una lengua son posibles. Sin embargo, precisamente quien acude a estas escuelas y academias y tiene cierta experiencia en el uso de lenguas extranjeras, es consciente de que cada una de ellas implica una concepción de la vida. Que las estructuras sintácticas son mucho más que meras condiciones formales y que la manera de decir de cada lengua tiene una seña de identidad, que está en peligro en cada una de las traducciones. Aprender una lengua es entonces tomar conciencia de lo que nos separa de otros. Podemos decir un “Hola cómo estás”, y la otra persona nos entenderá sin problemas. Pero una frase tan sencilla y simple como esa lleva dentro de sí una auténtica bomba lingüística, muy propia del español: el ser y el estar. Lo que idiomas de nuestro entorno ventilan con un solo verbo, se llena de matices en el nuestro. Y si con este ejemplo tan tonto aparecen ya diferencias fundamentales, no hay que ser graduado o master en filosofía para darse cuenta de las dificultades que surgirán en cuanto queremos ir más allá. Cómo traducir, por ejemplo, un texto filosófico o una novela. Podré enterarme, cómo no, de la trama, pero seguro que estoy perdiendo algo en el camino.
El problema se acentúa con la poesía, actividad que refleja, a su manera, el alma del lenguaje. El poeta exprime las palabras y descubre nuevos significados. Y la tesis de la imposibilidad de traducir cobra toda su fuerza precisamente cuando nos enfrentamos a los versos y las rimas. Las metáforas que nos abren el mundo en un lenguaje pueden ser perfectamente incomprensibles si pretendemos llevarlas a otros. El lenguaje se nos muestra como una herramienta esculpida por los pueblos. Reflejan su historia, sus costumbres, y ya Nietsche en su día sugirió que las palabras de hoy son las metáforas del ayer, igual que las metáforas de hoy son las palabras del mañana. La conclusión parece clara: podemos ponernos de acuerdo en la hora en que nos vamos a ver, o en cuánto vamos a pagar a cambio de tal o cual producto. Pero de ahí a entendernos en cuestiones de historia, geografía, filosofía, literatura o poesía va un mundo. Un abismo cultural que no es fácilmente salvable con una gramática y un diccionario en la mano. Comunicarse o comprender: estos dos verbos son la clave para resolver el problema de la traducibilidad. Sin perder de vista la identidad de cada lenguaje y su íntima relación con el pasado de quien lo habla, lo cual nos pone sobre la pista de otra idea a tener en cuenta: serán más fácilmente “traducibles” aquellos lenguajes que cuenten con una proximidad geográfica, histórica y cultural. En el horizonte aparece entonces la idea de la comprensión y el diálogo entre grandes civilizaciones. Oriente y occidente, islam, cristianismo, judaísmo. A buen seguro los choques y conflictos que hay que resolver hoy tiene su reflejo también en el lenguaje. Porque en definitiva hablar de la traducibilidad del lenguaje es hablar de la posibilidad de entenderse todos los seres humanos.