Ayer vi a una mujer asombrosamente guapa entrar en el vagón de cercanías en el que yo iba a Barcelona. Y se sentó a mi lado. Ayer me encontré en la Diagonal con un ex alumno que apenas podía ponerse en pie. Me reconoció él a mí y me extendió la mano pidiéndome lo que le pudiera dar para un bocadillo. Me costó identificar al adolescente que fue en aquella pobredumbre humana. "No, a tí no te quiero pedir dinero", me dijo, y retiró la mano. Al marcharse lo llamé por su nombre y se volvió sorprendido -me pareció- de que alguien podiera dirigirse a él por su nombre de pila. "Sí te voy a dar dinero. Y no sé si hago bien. Pero no puedo dejarte marchar así". Cogió el dinero y se marchó sin sonreir. Yo creo que su cuerpo ha olvidado el ejercicio de la sonrisa. Ayer comí con tres mujeres encantadoras. Era una comida de trabajo y el mío consistía en soñar despierto con proyectos fantásticos. Ayer entré en un bar, pedí una caña y me senté cerca de Joan de Sagarra. Justo estaba en el primer trago cuando me llamó mi hermano para comunicarme la trágica muerte de un amigo de la infancia. Ayer presenté Erotismo y prudencia en el Ateneu y conocí a Calamar. Me senté entre Jordi Sales y Ramón Alcoberro y mencioné a Lucrecio sin caer en la cuenta de que estaba presente el gran Jaume Pòrtulas, que se sabe el De rerum Natura de memoria. Después hablé de la lectura lenta y, al terminar, le dimos tal repaso a la historia universal que la dejamos como nueva. Al llegar a casa me encontré un mail de una editorial con la que trabajo comunicándome que un tal Gregorio Luri había pasado por sus oficinas y quiere conocerme. Dejó su teléfono. Lo tengo ahora mismo aquí delante. Todo esto fue ayer.