Me imagino que algún purista dirá que la amistad no sirve, que cada uno ha de servir a la amistad, o algo así, aparentemente sublime, pero falso. Yo quiero que mis amigos me sirvan. Quiero incluso que sean la medida de mi valor. Quiero conocerme a mí conociéndolos a ellos y quiero, sobre todo, confirmar en ellos que, puesto que me conceden su amistad, algo bueno deben ver en mí. Pues bien, entre los amigos que más me valen está el entrañable Javier Sánchez Menéndez.
Javier está construyendo una obra literaria a espaldas de las modas y las literaturas oficiales porque tiene la valentía de atreverse mirar directamente a la naturaleza en vez de contentarse con admirar sus reflejos en los libros ajenos y lo que nos ofrece no es el mapa de su laberinto, sino algo más precioso: el laberinto mismo. En los libros de Javier debería figurar esta advertencia: "Que nadie entre aquí que no esté dispuesto a perderse".
¡Cómo añoro, querido Javier, nuestras conversaciones sobre el ser y la nada por las calles de Madrid o sobre lo divino de lo humano y lo humano de lo divino por las de Sevilla. Si alguna vez nos olvidamos de que somos amigos, encontraré en nuestro olvido una señal inequívoca de mi pérdida de valor.