Ayer en Alicante el tiempo andaba voluble, es decir, primaveral, y las muchachas, en flor, como corresponde a su naturaleza. Me cortó el pelo un peluquero polaco que me habló de las fronteras de la UE y de lo fácilmente que los europeos olvidamos nuestra historia. A veces un peluquero puede decirte lo esencial de los últimos cien años de historia en el tiempo que le lleva trasquilarte. Después comí mal y escaso en un restaurante barato y salí a la calle a intentar caminar como los alicantinos, porque para conocer una ciudad hay que cogerle el tranquillo al andar nativo, con sus ritmos. En cada ciudad hay, incluso, un estilo específico de pararse ante un semáforo en rojo o de sentarse en los bancos públicos. La imitación de lo indígena es mi forma de hacer turismo. Y entonces me llamó Luis Rivera, amigo de los primeros tiempos de este Café de Ocata, que reside en Alicante, y quedamos a vernos por la tarde en Casa Mediterráneo. Ya en el hotel, me encontré con un mail de Maritza M. que me contaba que su abuelo había sido capellán de la cárcel de Lecumberri durante el tiempo en que Ramón estuvo internado allí y de cómo los dos colaboraban en montar los adornos navideños de la prisión. La conferencia fue bien. Creo que resultó amena para los asistentes. Mi amigo Jaume Marzal me presentó derramando mentiras piadosas sobre mi persona que mucho me gustaría merecer y después de la erudición sobre el vino, en Casa Mediterráneo nos ofrecieron vinos de Alicante excelentes. La noche acabó cenando como los dioses y hablando de Memónides de Moronea. Y, después, descansé en paz. Hoy, más.