Juan Casiano (360-435) dio a los monjes un consejo en sus Institutes que se ha hecho justamente famoso: "Un monje siempre debe huir tanto de las mujeres como de los obispos". Es menos famosa la historia que cuenta del monje Pablo en las Collationes.
Pablo había hecho tantos progresos espirituales que ni siquiera se permitía la ligerísima debilidad de mirar la ropa de una mujer. Por supuesto, si rechazaba la contemplación de sus vestidos, con mucha más energía huía de cualquier atisbo de su cuerpo. Desgraciadamente, yendo un día a visitar a unos hermanos, se cruzó casualmente con una mujer y sintió tanta aflicción que corrió a refugiarse en su monasterio como si estuviera huyendo "de un león o de un inmenso dragón".
A pesar de que su conducta obedecía a las mejores y más castas intenciones, Dios consideró que el monje se había excedido en su rechazo a todo lo mujeril y lo castigó con una parálisis completa que le impedía mover los miembros de su cuerpo. Ni tan siquiera era capaz de mover la lengua. Pero el castigo no acabó aquí.
Su estado requería tantas atenciones, que los monjes entendieron que lo más conveniente era trasladarlo a un cenobio de monjas. Por esta razón, Pablo pasó los últimos cuatro años de su vida cuidado solícitamente por las manos de unas vírgenes que lo ayudaban a satisfacer con delicadeza cada una de sus necesidades fisiológicas.
Alabado sea Dios.