Ayer por la mañana cogí un taxi en Madrid, para ir de la estación de Atocha a la sede de la Conferencia Episcopal. Me tocó en suerte un taxista melancólico y dicharachero de unos 55 años que suspiraba porque el tiempo pasado fue mejor, y aunque, como se encargó de resaltarme, mientras sus amigos se quejaban de que cada vez estaban más separados de sus mujeres él se sentía cada día más apegado a la suya, añoraba sus tiempo de novios.
Tras lamentar que los jóvenes actuales se amaran sin prolegómenos, me contó la noche en que besó por primera vez a su novia "con un beso de amor verdadero" y todo lo que le costó llegar hasta allí. Puso especial énfasis en dejarme muy claro lo orgulloso de sí mismo que volvió a su casa aquella noche, convencido de que aquello que acababa de vivir, y no el haber vuelto de la mili licenciado unos meses antes, era lo que de verdad lo había hecho un hombre. Yo lo escuchaba en silencio, muy atento, asintiendo con la cabeza cuando notaba que me miraba por el espejo retrovisor, pero sin decirle ni pío. Cuando llegamos a la Calle de Añastro, se volvió y me agradeció muy efusivamente la conversación "tan agradable" que acabábamos de tener. Eran las diez menos cuarto de una mañana gris y que esperaba muy larga, pero pensé que nada de lo que sucediera después superaría a aquello. Me equivoqué.