El rey Don Amadeo de Saboya –a quien Ocata le debe, por cierto, grandes favores, entre otros, su apeadero-, como buen ‘galantuomo’ que era, se trajo de Italia una joven que, según decían, vivía más tiempo en palacio que en su hotel. Los ingeniosos aseguraban que le leía al rey los cuentos de Bocaccio “de corrido”. El caso es que la reina estaba a punto de llegar a Madrid y para evitar el escándalo en aquella situación constitucional tan precaria, Sagasta, entonces ministro de gobernación, se decidió a aplicar aquello de a grandes males, grandes remedios.
Al entrar un día la italiana en palacio, varios polizontes la detuvieron y la introdujeron primero en un coche y después en el tren que la llevaría a la frontera. Media hora después, don Práxedes se presentó a despachar con el rey las cuestiones corrientes. Pero esta vez apareció con cara compungida y le contó al monarca que se había abortado un complot contra su real vida. “Ya se sabe”, le añadió, “que en toda conspiración, a la fuerza ha de figurar una mujer. La buscamos y la encontramos cuando ya había entrado en Palacio, posiblemente tras haber sobornando a algún servidor de la entrada. - ¿Está presa? –preguntó don Amadeo.- En la madrugada llegará a la frontera, custodiada por dos agentes de confianza del gobierno.
Pasaron los días, llegó la reina; pasaron más días y el rey se encariñó con otra joven, en este caso española. Pero como los días continuaban pasando, el rey se aburrió de su compañía y llamó a Sagasta, pidiéndole que la desterrase en cuanto pudiera.
- ¿Y los derechos individuales? ¿Y la inviolabilidad del domicilio? ¡Si V.M. supiese los disgustos que me dan estas cosas en las Cortes! -le respondió muy dignamente Sagasta. Conviene aclarar aquí que estaba bromeando sobre sí mismo, pues más de una vez se refirió a los derechos individuales llamándolos derechos inaguantables.
¡Qué gran Sagasta! Quizás no haya habido otro parlamentario más brillante, más ágil, más mordaz que este riojano. Se llegó a decir que no había nacido en toda la historia de Andalucía un gitano más gitano que él. Nadie ha contado más chistes que Sagasta desde la tribuna de las Cortes. Siempre tenía una anécdota para ilustrar un argumento. Nadie hizo reír más a sus partidarios y nadie desarmaba dialécticamente con más facilidad a sus adversarios políticos. Uno está tentado a decir que políticos como Sagasta, Cánovas, Pi Margall, Salmerón o Castelar se merecían otro país. Claro que si me leyera lo que acabo de escribir, Sagasta se reiría a carcajada limpia de mi, como se rió de Moyano en aquella ocasión en la que este último se interesaba por lo que hubiera ocurrido de no haberse producido la revolución del 68. Sagasta le contestó: “S.S. me recuerda lo que le pasó a uno que se entretuvo toda su vida escribiendo una obra de muchos volúmenes para demostrar los milagros que hubiera hecho un santo, si tal santo hubiera venido al mundo.”