Ya saben ustedes que yo entro a cortarme el pelo en la primera peluquería que veo sin clientela en cuanto me doy cuenta que no tengo suficiente con pasarme la mano por la cabeza para quedar arregladito.
Hoy no tenía pensado entrar en ninguna, pero después de comer con J.A., camino de la estación de Sants he visto una peluquería vacía y he entrado. Y así ha comenzado mi pesadilla.
El peluquero, un marroquí -supongo- que apenas me entendía, estaba echando la siesta en un sofá y ni se ha inmutado cuando he entrado. Tendría que haber dado media vuelta, pero he cometido el error de preguntarle si estaba abierto. El hombre ha abierto un ojo con desgana, me ha mirado de arriba abajo y me ha dicho: "Son siete euros".
La experiencia no ha sido nada sutil.
Pero sí ha sido inolvidable.
Cada vez que me pasaba la maquina de cortar el pelo por la cabeza, parecía que estaba cortando el césped en el jardín de una casa deshabitada. He protestado educadamente, pero no se ha dado por aludido. "A los lados, el tres; arriba, el cinco", me ha dicho. Y ha seguido su tarea, casi con ensañamiento.
No he quedado muy satisfecho... pero lo peor venía después, cuando ha cogido la navaja de afeitar y ha comenzado a escarbar con ella por mi cuello. No he tardado en comenzar a sangrar. No un poquillo, sino de manera consistente. He manchado el cuello de la camisa y el de la chaqueta. El peluquero, inmutable, cogía una especie de cristal de cuarzo, le echaba agua oxigenada y me daba como friegas en la herida. Me he levantado. Le he dado los siete euros y me he ido sangrando al tren.
Otras experiencias en peluquerías:
- Mis recorridos por las peluquerías barcelonesas
- En el negocio de las cremalleras
- El marido de la peluquera
- Crónica alicantina
- El Heliogàbal