Nunca en mi vida había sesteado más que en este verano que declina.
¡Y qué felicidad!
Al poco de comer, un calorcillo interno, que nace en la boca del estómago, va avanzando como una marea hasta colgarse de tus párpados con una pesadez rotunda e innegociable.
Cierras, irremediablemente, los ojos y casi oyes el descoyuntarse de todas tus articulaciones, las del cuerpo y las del alma, hasta hacer de ti un rescoldo de algo que busca amparo en la placidez del vacío: no leer, no escribir, no pagar cuentas y vivir como un millonario en la nada encantada.
La siesta es el nihilismo amigo que te anima a abandonarte a la voracidad de la placidez absoluta. Posiblemente sea el resto de algo que ya existía antes de la creación del mundo.
Pero si, al cerrar los ojos, uno se precipita en la paz, al abrirlos, lo recibe un ligero sobresalto que exige unos segundos de rearticulación del yo, de recogida de lo disperso de ti mismo para volver a darle forma antes de estirar la mano y comprobar que la realidad es eso que te espera ahí afuera con sus aristas.
Despertar es sentirte arrojado a la orilla de la vigilia.
Bendita siesta.
Si esto sigue así, quizás en un futuro próximo, pongamos que en dos o tres años, mis siestas durarán todo el verano. Inclinaré la cerviz ante Morfeo a finales de julio y me despertaré con los truenos de las primeras tormentas de despedida del verano. Será mi forma de hacer turismo.
Si el líquido amniótico del cuerpo es el agua calmada del mar infinito en los amaneceres de agosto, el líquido amniótico del alma es la siesta, esa visita a lo indefinido, al “to ápeiron” de Anaximandro, al mundo desmundado, a lo que no fuiste nunca antes de ser algo.Quien sestea, ya me entiende.