Acabo de llegar de Madrid. Me gustan ese pueblo y sus gentes, sus extravagancias, su aristocracia y su aire plebeyo. Y hoy me ha gustado especialmente el Oratorio del Caballero de Gracia, a donde he entrado acuciado por mis necesidades.
He aprovechado el tiempo que tenía libre por la mañana para visitar un par de librerías de viejo. He vuelto a casa con La vida de J. Balmes de Benito García de los Santos (1848), Menéndez Pelayo y sus ideas, de Edmundo Gonzáles Blanco (1930) y los dos tomos (intonsos) de La voz de un perseguido, de José Calvo Sotelo (1933). El primer tomo está prologado por Antonio Goicoechea y el segundo, por José María Pemán. Los he comprado con la íntima satisfacción de sentirme un raro.
En la comida con el capítulo español del Club de Roma, los que saben -que saben- han pintado un panorama nada halagüeño de la situación económica. Yo les he hablado -que a eso he ido- del futuro de la educación, pero no me he referido a las “competencias del siglo XXI”, sino a las mediciones del capital humano, al "capitalismo cognitivo", a la "Smart fraction theory", a la emergente élite cognitiva y a nuestra carencia de "risk takers". Al salir he visitado otra librería de viejo que tenía fichada desde hace tiempo, pero he decidido que ya había llegado al tope de gasto y he salido de allí sin echar más vacío a mi cartera.
He dicho alguna vez por aquí que se podría hacer una guía de las ciudades de España a partir de sus librerías de viejo y sus libreros. Me reafirmo en la idea. Pero tendría que ser pronto, porque se están cerrando. La librera de la Librería del Prado me ha echado la bronca porque le he confesado que compraba en Iberlibro que, según me ha asegurado, es Amazon. Ya no me he atrevido a decirle que también compro en Amazon. Sin embargo, el argumento que ha empleado me ha dejado inquieto: por cada compra que hago en Iberlibro contribuyo con un pequeño impuesto al erario público de Luxemburgo. ¿Será así? Por si acaso, voy a probar con uniliber-com.
El miércoles pasado me renové el DNI y el pasaporte. No son dos meros objetos. Nada hay que nos resulte más inseparable que nuestro DNI. Está tan impregnado de nosotros, que es como una prótesis política. Como al verme en el nuevo, me siento extraño y un poco intruso, he decidido llevar durante unos días el viejo, como un ejercicio de transmisión de impregnaciones: "…et quasi cursores vitae lampada tradunt". El pasaporte también está impregnado, pero de imágenes lejanas, de aviones, autobuses y hoteles; de amigos del otro lado del Atlántico y los Rodopes y de anécdotas. Es una prótesis sentimental. Un pasaporte caducado es el mejor viático para despertar reminiscencias y perderse un rato parsimoniosamente por ellas.
Una vez en casa, me he hecho un bocadillo de tortilla con chistorra para cenar. Eso y un vaso de vino de Toro ha sido mi porción de experiencia felicitaria del día. Gracias a que tenemos un sitio al que volver salimos por ahí a encontrar caminos de regreso.