Hemos roto la sagrada rutina dominguera para dar una vuelta a medio día por el Born y el Pla de Palau. Sí, Barcelona está muy bien, pero demasiada gente yendo de aquí para allá como ovejas descarriadas. En mi plaza de Ocata tengo mi mesa, mi café -exquisito- con un trocito de coca, mis libros y mis viejos conocidos de las mesas adyacentes. Hasta las palomas nos están tomando confianza. Ahora se suben a las mesas y no hay manera de asustarlas. Al menor descuido, te quedas sin coca.
El otro día mi nieto G., de 5 años, vio morir una paloma. Estaba inmóvil en una rama y de repente cayó al suelo sin vida. Entre varios niños le hicieron un digno funeral.
Cuando eres joven ves la rutina como una condena. Necesitas hacer lo diferente simplemente para no hacer lo mismo. Con la edad vas cobrando gusto a la repetición, esa cosa sacramental de los trabajos y los días. La previsibilidad, precisamente porque la sabes inevitablemente provisional, te parece un milagro y que el mismo camarero te sirva en la misma mesa, con los mismos gestos, el mismo café con leche, algo fantástico, extraordinario, homérico. Una gesta de la existencia remontando a contracorriente el tiempo.
Uno vive -entre otras cosas- para ganarse el derecho de tener rutinas y creerse propietario definitivo de una ramita en el gran árbol de la vida.