Suelen comenzar las reuniones hablando de nuestras cosas: qué hemos hecho, con quién, por dónde… Es una introducción frívola a lo serio. Porque, así como la justicia puede ser el fruto de la injusticia, lo serio puede surgir de lo frívolo. Llevamos tiempo reuniéndonos y ha ido cuajando la amistad que nos permite alegrarnos sinceramente de las alegrías de los demás. Ayer faltaba uno que excusó su ausencia y otro que anda estos días contemplando desde la orilla china del río Yalu el paisaje, geográfico y humano, de Corea del Norte.
Tras los prolegómenos, nos ponemos serios y vamos al tajo. Ayer nos esperaba la Res publica de Cicerón tal como es leída por Leo Strauss.
A veces se oyen decir cosas un poco lastimosas sobre la filosofía: que es una intensidad, que lo importante para ella son las preguntas, que es un pensamiento de segundo grado…
Marx, con el humor corrosivo que lo caracteriza, aseguraba que entre la filosofía y el estudio del mundo real media la misma relación que entre la masturbación y el amor sexual.
Kierkegaard, con el humor melancólico del pato domesticado que ve volar en primavera a los patos salvajes, defiende que lo que los filósofos dicen de la realidad es a menudo tan decepcionante como el cartel que puso en su tienda un mercader: "Aquí se plancha". El que llevaba su ropa a planchar, se llevaba un chasco: el cartel estaba en venta.
Y Oscar Wilde, con su humor lapidario, entre cínico y resentido, dejó escrito que la filosofía nos enseña a soportar con ecuanimidad las desgracias ajenas.
Pero nosotros, rodeados de los pinos y encinas de Collserola y, de vez en cuando, del gruñido de algún jabalí, sabemos que la filosofía es otra cosa o, al menos, que es, sobre todo, otra cosa: es la conquista de una perspectiva sobre el mundo en la que Platón, Aristóteles, Jenofonte, Cicerón, Lucrecio, Maquiavelo, Nietzsche… encajan: es la sensación de poder del teórico que ningún hombre práctico comprenderá nunca cuando lo ve tropezar y dar de narices contra el suelo por andar mirando las estrellas. Es lo que decía Pierre Bayle:
"Podría compararse a la filosofía con unos polvos tan corrosivos que, tras haber consumido las carnes purulentas de una llaga, roerían la carne viva y corroerían los huesos, horadándolos hasta los tuétanos. La filosofía refuta, de entrada, los errores, mas, si no se la detiene en ese punto, ataca las verdades, y, cuando se la deja campar a sus aires, llega tan lejos que uno no sabe ya hasta dónde ha llegado, ni sabe ya cómo detenerse".
En realidad, nosotros sí sabemos cómo detenernos. Nos detiene el anfitrión cuando se levanta, se retira a la cocina y aparece poco después con una bandeja de escones, una tetera a rebosar, mermelada y crema. Así, mientras el atardecer se desploma sobre Collserola, nosotros volvemos a hablar, con la boca poblada de sabores caligráficos, del mundo en que vivimos, que es el mundo en el que pensamos más el mundo en el que aprietan los zapatos.