Iba yo a hacer la compra esta mañana y, al cruzar la Plaza Nueva, me ha parecido oír que una madre llamaba a su hijo Leónidas. Así que me he sentado en un banco para confirmarlo y no me he movido de allí hasta que de nuevo lo ha llamado con un sonoro y desacomplejado Leónidas. Hubiera abrazado a esa madre heroica.
Venía yo de hacer la compra esta mañana y, al cruzar la Plaza Nueva se me ha acercado una mujer cuya cara me resultaba vagamente familiar. Sin duda, venía hacia mi. Me ha llamado por mi nombre. Me he detenido un poco perplejo. Quería contarme que su padre acababa de morir. Entonces he caído. Era aquella alumna que tuve hace cuarenta años. Tendría ella 12 años y su padre... Una gran persona.
Hubo un tiempo en que los viejos tenían el buen hábito de morirse cuando tocaba, es decir, de viejos. El niño que yo fui asistía al espectáculo inédito de la vida y veía de lo más normal que los viejos murieran porque eran gente remota y como supervivientes de una cultura desaparecida. Vestían distinto, hablaban distinto, tenían pocos dientes y les temblaban las manos. De vez en cuando, es cierto, se moría alguien joven, de nuestra cultura, y eso era un drama. O se moría una criatura y era como el mundo al revés. Cuando éste último era el caso, las campanas de la Iglesia de mi pueblo no tocaban a muerto, sino a “mortichuelo.”
Ahora la gente de mi edad tiene el mal gusto de morirse como si fueran viejos, supervivientes… etc. Y eso lo cambia todo. El completo espectáculo del mundo se vuelve irónico.