Cuando he salido a la Plaza de Cataluña estaba lloviendo. Un paquistaní que estaba al acecho, se me ha acercado a venderme o un paraguas o un impermeable, pero me ha parecido que no llovía mucho. Un calabobos. Así que he decidido ir andando hasta la calle Poeta Cabanyes. Atardecía y las luces de las farolas se reflejaban en los charcos. Por mirarlos embobado me he metido en uno. No hacia frío y la ciudad, bajo la lluvia, es tan distinta a la habitual... Empequeñecen tanto los transeúntes...
Me gusta Barcelona. Aquí se ha desarrollado la mayor parte de mi vida. Si los años de vida cuentan, soy más de aquí que de ningún otro sitio y, sin embargo, no puedo ser sólo de aquí. La infancia pesa tanto en una biografía que todo se escora, de una forma u otra, hacia ella. Se inmiscuye en los sueños del adulto y me temo que puebla los del anciano. Caminar bajo la lluvia significa recuperar, desde la melancolía del adulto, algo de la feliz ingenuidad infantil.
Me he acercado hasta la librería la Central del Raval. ¡Cuánto libro que no me interesa! ¡Cada vez más Foucault! ¡Cada vez más libros de género! ¡Cada vez más heridas identitarias! He salido de allí con las manos satisfechamente vacías. Una experiencia inédita.
Ha parado de llover y como aún tenía tiempo, he ido a la Calders, a saludar a Isabel Sucunza. Más libros y el mismo desinterés. Me ha gustado hablar con ella y he disfrutado del vino que me ha servido. Los libros se han quedado allá lejos.
¿A quién le puedo decir yo, pobre de mí, que estoy leyendo a Manuel Fraga y que llevaba un libro suyo en la cartera? ¿A quién le puedo decir que me están gustando mucho las conferencias que componen El pensamiento conservador contemporáneo, publicado en el 81? Allí he encontrado esta cita de Maeztu: "Un pueblo vive cuando es capaz de integrar a sus herejes". A él lo mataron en el 36, por hereje.