Si la vida es, en cada momento, aquello en que la conciencia recala, nuestros muertos forman parte muy viva de nuestra vida, como todo ese mundo que va quedando relegado, poblado de caras, animales, objetos, paisajes, olores, sabores... que ya no existe, pero nos va cercando. Efectivamente, una parte importante, y creciente, de nuestra vida tiene que ver con lo que ya no está vivo, comenzando por la cara de nuestra madre.
Todos los mamíferos hemos tenido una madre que nos ha amamantado, pero los animales, cuando se apartan del pecho de su madre, se olvidan de ella. En nuestro caso, nos olvidamos de su pecho, pero su cara está ahí, sin envejecer, eterna, como una luz acogedora que nos sigue protegiendo de las tinieblas de la desmemoria.
Hoy no es el día de todos los santos, sino el de nuestra memoria melancólica, que se rinde tributo a sí misma porque quiere seguir recordando. Hoy es el día en que, para aseguramos que nuestra memoria sigue viva, la alimentamos con el recuerdo de los muertos, que sigue creciendo. Hoy nos ponemos un ramo de crisantemos a nuestros pies para convocar a las voces antiguas, para que vuelvan con el sonido, tan querido, de las hojas de los álamos mecidas por el viento, con la imagen de los mayores que trabajan en el campo, con el canto del martín pescador y con nosotros mismos, tumbados sobre un montón de heno, mirando el desfile silencioso de las nubes, desde la sinecura de la infancia.