Cada vez que termino un libro, paso unos días desorientado y desganado, ligeramente apático. A pesar de que tengo bastantes cosas que hacer, no me pongo con ninguna. Leo una página de un libro, lo dejo; cojo otro... Comienzo un artículo, me enmaraño, decido recomenzar más tarde. Mi atención se va, más allá de los cristales, hacia el horizonte. Escucho algo de música, pierdo el tiempo por las redes sociales, intento ver si encuentro una de esas series que tanto les gustan a la gente... Me echo largas siestas... Abro con desgana el frigorífico. Bebo agua. Miro con un sentimiento de culpa la torre de Pisa de los libros por leer, que va creciendo, inestable, mientras me digo que no volveré a comprar otro hasta que no rebaje considerablemente su altura, cosa que sé que no cumpliré. Sé que esta desidia durará tres o cuatro días y que después volveré a las andadas. No tengo fuerzas para oponerme a este estado de ánimo. Todo lo que puedo hacer es esperar a que él se canse de mi.
Pero, en fin, por educación, que no quede: