Las estadísticas nos dicen que las tasas de nacimientos están cayendo en picado. Cada vez nacen menos niños. Cada vez se verán menos niños por las calles.
Hay aquí, obviamente, un problema demográfico, pero yo intuyo algo más grave, más profundo.
¿Y si nuestro progresivo desapego de la infancia estuviera poniendo de manifiesto que hemos dejado de amar la vida o, al menos, que no la amamos tanto como nos parece?
Nuestros discursos ecologistas, humanistas, pacifistas, veganos... podrían estar movimos por el miedo.
No queremos morir... ni queremos matar, pero, por encima de todo, no queremos dar vida.
¿Y qué podría significar esto sino que tenemos miedo, un miedo creciente, a nosotros mismos?
El miedo nos impulsa a la huida, mientras que el amor a la vida es la expresión más diáfana de la afirmación de la propia vida.
Filóstrato habla en la Vida de los sofistas de un tal Filagro, un filósofo menudo, de rostro severo y mirada penetrante que se encolerizaba fácilmente. Cuando uno de sus amigos le preguntó por qué no quería tener hijos, contestó: "Porque no disfruto de mí mismo".
Me dicen algunos supuestos entendidos que las jóvenes parejas no quieren tener hijos porque es carísimo. No me parece que sea, ni mucho menos, más caro que lo que les resultaba a sus abuelas. Yo sospecho que tiene que ver con la forma de disfrutar de sí mismos.
¿Sabemos lo que decimos cuando nos deseamos una feliz Navidad?