Es difícil no adoptar una posición cínica ante el reiterativo espectáculo de las elecciones. Las teatrales arengas – o monólogos humorísticos – de los mítines, los falsos debates televisivos (donde todo – temas, posiciones, réplicas... – está previsto y solo se espera con interés el error o la bronca), las declaraciones retóricas carentes de todo contenido, las vehementes tertulias en torno a nimiedades y escándalos... hacen sospechar a cualquiera que la verdadera política, si la hay, ocurre, secretamente, más allá de ese inacabable show mediático frente al que tratan de mantenernos, como a niños, en estado de excitación permanente.
Lo grave, no obstante, es que esa actitud cínica se extiende al sistema entero. Porque la democracia no solo sufre una pérdida de prestigio en cuanto a su representación simbólica (sometida a los códigos y ritmos de los medios y redes sociales), sino también una profunda crisis de legitimidad y eficacia ligada, entre otras cosas, al descrédito de los partidos – las instituciones que, con diferencia, menos confianza generan en la ciudadanía –.
Existen sobradas razones para suponer una relación entre la falta de eficiencia del sistema y unos partidos que, en permanente campaña electoral, o en eternas negociaciones con otras fuerzas (o consigo mismos) para lograr, conservar o recuperar el poder, apenas tienen margen de maniobra para ocuparse de los problemas de la ciudadanía. De otro lado, la percepción de tales partidos como castas acomodadas y subordinadas a los grupos de influencia que, a cambio de favores, financian su incesante guerra mediático-electoral, está, innegablemente, en la raíz de la crisis de legitimidad de nuestras democracias.
Por esto, resulta esperanzador recordar que el sistema electoral de partidos no es más que una forma posible – y mejorable – de democracia. De hecho, si tomamos un poco de perspectiva, descubriremos que el sistema de partidos y elecciones fue adoptado, en los dos últimos siglos, como un freno al poder popular, desde la aristocrática idea de asegurar el gobierno a una élite de “ciudadanos distinguidos” entre los que el pueblo podría elegir (pero solo eso) a sus representantes. ¿Pero es todavía esta fórmula – la democracia representativa partidista y electoral – la mejor de nuestras opciones?... Sobre todo esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura.
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