Acaba el curso y a muchos jóvenes les toca decidir lo que van a hacer (y ser) en la vida. No es cosa baladí. La profesión que tenemos no solo es un modo de ganarnos el pan; también es la actividad por la que llegamos a ser quienes somos. A través de ella desarrollamos nuestras capacidades humanas, nos sentimos socialmente valorados y forjamos nuestra identidad proyectándonos y reconociéndonos en aquello que hacemos, esto es: transformando el mundo a imagen de nuestros deseos e ideales. Esto, al menos, idealmente.
¿Por que cuántas de las ocupaciones que nos ofrece el mercado permiten ese grado de realización personal? La verdad es que muy pocas. De ahí que – justificada, pero equivocadamente – muchos entiendan el trabajo como una maldición bíblica enemiga de toda auténtica experiencia de vitalidad. Nada más falso. Como también lo es que no haya trabajos u oficios objetivamente mejores o más dignos que otros.
Cuando comento esto con mis alumnos, me replican, escandalizados, con la consabida consigna: "todos los trabajos son igual de dignos, profe". “¿Todos?” – les pregunto yo – . “Bueno, todos los que son honrados o decentes” – dicen ellos –. El trabajo, pues, y tal como reconocemos en seguida, posee un significado moral y, como tal, podemos y debemos valorarlo como bueno o malo, digno o indigno.
¿Y qué será, en general, un trabajo digno u honrado?... De esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo
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