Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La primera vez que hice turismo por el interior del Reino Unido me llevaba unos chascos de aúpa. No era raro que perdiera una mañana para llegar a algún sitio señalado como yacimiento o monumento histórico y que no encontrara allí más que el solar o los cuatro muros esparcidos de algún inapreciable edificio. A veces, el inevitable Centro de interpretación (con su tiendecilla de libros y souvenirs) era más grande que lo que interpretaba. Si algo me impresionó, en fin, de aquella tierra, fue el modo, exquisito hasta la exageración, en que cuidaban de su patrimonio.
¿Y en nuestro país? ¿Ocurre lo mismo? Ya se imaginan la respuesta. Aún recuerdo como la joven guía de un pequeño museo arqueológico (creo que por Osuna) nos contaba que las preciosas figurillas y monedas romanas que se exponían ahora en las vitrinas eran las mismas que usaban los niños para jugar en cierto lugar junto al pueblo. Yo mismo, hace más de veinte años, aún le daba al fútbol entre las piedras (literalmente, pues servían de portería) del circo romano de Mérida. Un inglés alucinaría con todo esto. Teniendo mucho más patrimonio histórico que otros países (o quizás por eso), lo hemos tratado durante años con la punta del pie. Y una prueba son los más de mil monumentos (castillos, conventos, ermitas, palacios…), sesenta y uno en Extremadura, que permanecen en la Lista Roja del Patrimonio, esto es, al borde de la ruina completa.
Es cierto que existe una sensibilidad cada vez mayor hacia estos lugares y edificios singulares, y una idea más ajustada y lúcida que la que se tenía antaño de los beneficios, no solo económicos, que supone el invertir en ellos. No es difícil. Hay que estar ciego para no ver que si unimos (y no acabamos por malvender y estropear) el impresionante patrimonio natural de Extremadura – uno de los mejor conservados de Europa – y su rico y variadísimo catálogo monumental (restos megalíticos, templos tartésicos, edificios romanos…) dispondremos de una mina turística y cultural de primer orden.
Y lo mejor es que para extraer réditos de esta mina no hace falta contaminar o cargarse nada, ni realizar un esfuerzo financiero inasumible. Aunque sí emprender políticas más decididas, tanto en la promoción turística y educativa, como en la adquisición de la titularidad de buena parte de ese patrimonio que, por estar emplazado en terrenos privados, depende para su conservación de la buena voluntad y generosidad de particulares.
Más allá de esto, solo hace falta crear (¡Y mantener!) una mínima infraestructura de señalización, servicios y accesos públicos, y renovar la que anda abandonada. Lo digo porque localizar y visitar alguno de estos monumentos representa a veces una odisea, además de algún que otro conflicto, pues la inexistencia (o la frecuente ocupación privada) de caminos públicos obliga a la petición de favor a los propietarios o a andar saltando vallas como un furtivo. Y tampoco vendría mal algo de vigilancia. No puede ser que restos arqueológicos o edificios históricos de primer orden se hallen sin control alguno y a merced de cualquier vándalo en mitad del campo.
Todo esto que hemos dicho para el patrimonio material también vale, por supuesto, para el inmaterial, como las fiestas populares, la gastronomía, la música, la literatura oral o las hablas vernáculas, incluido el llamado extremeñu, que no es “la lengua de los extremeños” como algunos exagerados claman (a la vista o al oído está), pero que sí es un elemento patrimonial (no identitario, conviene separar muy bien ambas cosas) que ha de ser investigado y documentado antes de que desaparezca del todo, cosa que pasará, por la sencilla razón de que no se debe (aunque se pueda, como ocurre en otras comunidades) obligar a la gente a hablar una lengua a la fuerza.
Toda esta demanda de protección del patrimonio no tiene nada que ver, por cierto, con el “terruñismo”, el chauvinismo provinciano o la frecuente idealización edénica de lo ya perdido. Proteger y conservar las tradiciones más importantes, incluso las peores (no más allá del museo), es una estimable estrategia para reconocer lo mejor que somos y prevernos de lo peor. Pero ojo, esto no implica sustituir la cultura viva y real por un folklore impostado y casi obligatorio, como el que por motivos políticos (en el peor sentido de la palabra “político”) se cultiva en otras partes del país.
Conocer y hacer conocer esta bendita tierra, con sus infinitos encinares, sus cielos límpidos, sus inigualables monumentos y sus gentes, es un filón maravilloso de riqueza cultural y de la otra. Hagámoslo más grande, no empeñándonos en buscar de forma artificiosa “nuestras diferencias”, sino procurando que todos se reconozcan en lo más hermoso y significativo que poseemos.