Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Qué ocurre si un ciudadano se niega en redondo a vacunarse contra el coronavirus (o cualquier otra enfermedad contagiosa)? ¿Tendría derecho a hacerlo? No es fácil resolver esto en términos jurídicos o políticos. Mucho menos si, en lugar de un solo ciudadano, fueran muchos los reticentes a la vacuna. ¿Qué pasaría si representaran, incluso, una amplia mayoría?
Supongamos, además, que las motivaciones de estos ciudadanos, expuestas cortésmente por ellos (digo “cortésmente” porque no tendrían obligación de hacerlo), consistieran en opiniones, ideas o creencias científicamente infundadas, algo a lo que, en términos democráticos, no cabría hacer ninguna objeción (ninguna ley obliga a nadie a que sus creencias o principios tengan rigor científico).
¿Qué hacer en este caso? Un gobierno que, a diferencia del grueso de la población, se guiara por criterios más racionales o científicos, podría proponer alguna ley que obligara a anteponer dichos criterios en decisiones que afectaran a todos. Pero imaginen que la mayoría de los ciudadanos, o los políticos que la representan, rechazaran esa ley. Aquí acabaría, aparentemente, todo posible recorrido democrático.
Ahora bien, ¿debemos acatar siempre la voluntad popular, por irracional que esta sea? No se trata de una pregunta baladí: las naciones democráticas caen una y otra vez en derivas populistas tan políticamente legítimas como peligrosas. Los movimientos antivacunas, el patrioterismo nacionalista, la histeria en torno a los inmigrantes o el amplio catálogo de creencias conspiranoicas en torno al poder de élites secretas, son ejemplos más o menos recientes a considerar.
Las oleadas populistas obligan a los gobiernos a contemporizar con ellas o, en el peor de los casos, a ceder espacio político a demagogos que representen mejor el “sentir popular”. Y no hay constitución, tribunal o procedimiento moderador que nos libre de esto. Si la mayoría se empeña se puede modificar lo que haga falta, desde la Constitución a los propios procedimientos de modificación; sin que nada de ello deje de ser escrupulosamente democrático.
¿Qué hacer, entonces, frente a estas derivas populistas? De poco sirve endurecer la ley. Obligar a la gente a vacunarse (o a lo que sea), censurar “mensajes de odio” (o de lo que sea), reprimir movilizaciones o ilegalizar partidos políticos, son medidas contraproducentes y de dudosa calidad democrática, amén de peligrosamente reversibles. La única opción es, por tanto, la del diálogo. Si una parte de la ciudadanía hace caso omiso de lo que otra parte considera racional, no queda más que poner ambas partes a discutir. Por eso es tan importante que, en lugar de engordar al Estado con ilustrados comités de expertos que dirijan sabiamente a la opinión pública (con la pandemia, algunos insensatos han llegado a reclamar, incluso, una suerte de “vicepresidencia científica” con poderes ejecutivos), nos preocupemos de fomentar y dar cauce a ese procedimiento neto de legitimación democrática que son la deliberación y el diálogo ciudadano.
No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus creencias) que soporte vivir en la contradicción; bastaría, pues, con reducir sus ideas al absurdo para remover sus opiniones y obligarlo a un diálogo honesto y fructífero con sus vecinos. Dar una dimensión política y sistémica a esta solución “socrática”, en el marco de nuestras sociedades complejas, parece quimérico, pero no es imposible. Requeriría, eso sí, de mucho valor e imaginación. Los cambios tendrían que ser radicales. No solo – aunque sí fundamentalmente – en el ámbito educativo, sino también en el propio organigrama político, de manera que la deliberación pública tuviera un papel institucional realmente determinante. Un parlamento de ciudadanos elegidos parcialmente al azar y periódicamente renovados, y en el que la lucha por el poder careciera, por tanto, de relevancia, representaría, a este respecto, una fórmula a tener en cuenta.
Parece ingenuo, pero no perdemos nada por probar. Por lenta y arriesgada que pueda ser, sin una reforma de calado nuestras democracias estarán cada vez más cerca de desintegrarse en una proliferación de populismos insensatos y de demagogos dispuestos a capitalizarlos. No es que esta situación sea, en absoluto, nueva (en rigor, es un defecto congénito de la propia democracia), pero advertirla podría ayudar a algo que sí que sería históricamente sustantivo: ponerle remedio.