La verdad no es emancipadora, la libertad sí. Por eso nos gusta vivir en democracia, porque el mundo de lo social y político no nos permite una intelección plena de la realidad, porque la verdad objetiva no nos es accesible, solo lo son algunos de sus fragmentos. Cuando en este ámbito alguien habla en nombre de la verdad nos echamos a temblar. No podemos dejar de pensar en las muchas tropelías que se han hecho en su nombre. Arrogarse la verdad clausura el debate, y el debate y la opinión es la sustancia misma de la política democrática. La dimensión de lo político es el ámbito de la libertad precisamente porque allí las cosas pueden ser también de otra manera, porque cabe la acción, la posibilidad de abrirnos a nuevas perspectivas, de transformarnos y emprender nuevos proyectos, de reinterpretarlo y reescribirlo todo. Su meollo es la contingencia, no la necesidad, y el espacio público acoge siempre la pluralidad de sus muchas voces, el libre juego de las opiniones.
Pero si la democracia es el gobierno de la opinión, si lo dejamos al albur de lo que cada cual piense o interprete, ¿cómo nos defendemos frente a la manipulación, la tergiversación o el engaño? Si desaparece la idea de verdad se desvanece también la idea de mentira. Un mundo huérfano de verdad es un suelo fértil para edificar sobre él casi cuanto nos venga en gana. La realidad no está ahí, pasiva, esperando a que alguien la refleje; se opera activamente sobre ella; se construye y reconstruye a la medida de los intereses políticos en juego; se maquilla de forma que se perciba tal y como se desee que sea vista. ¿De qué nos sirve entonces la capacidad para pronunciarnos libremente sobre la realidad, para elaborar nuestras opiniones, si esta ya se ha violentado, enmascarado o filtrado por la mentira? ¡Menudo problema!
Una solución, quizá la más eficaz, es distinguir entre hechos y opiniones. Porque si aquéllos se distorsionan, ¿sobre qué podemos fundamentar después nuestra evaluación del mundo? No hay libertad si vivimos en el error, si no podemos distinguir entre hechos verdaderos y falsos. Aunque el caso es que hasta estos se nos suelen dar ya previamente “opinados”, o se presentan siempre dentro de algún relato tendencioso, fabricado y falaz. De ahí la importancia de poder rectificar nuestros errores y distorsiones por medio de la discusión y la experiencia vivida. Al final, lo importante es disponer de espacios en los que poder contrastar el intercambio de opiniones, acceder a nuevas audiencias, ejercer la crítica y el compromiso, ampliar los medios cognitivos, introducir nuevos temas y sugerencias para confrontar las diferentes definiciones que se hacen de lo real. El combate contra la mentira y el engaño no va dirigido, por tanto, a la afirmación de determinadas verdades, sino a la preservación de ese delicado espacio de la discusión política libre. Como bien decía la máxima de
John Dewey, “cuida de la libertad y la verdad cuidará de sí misma”.
Fernando Vallespín,
Verdad y libertad, El País, 30/01/2013
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