La semana en que el CIS coloca la corrupción como segunda preocupación ciudadana, el Gobierno anuncia una ley de emprendedores, otro mito de nuestro tiempo. Y Soraya Sáenz de Santamaría consigue una entrañable foto con Angela Merkel. El rostro de la vicepresidenta rezumaba una satisfacción que solo encontraría equivalente en una monja que se sentara junto al Papa. Espejo de un Gobierno inseguro y acomplejado más pendiente de la aprobación de la Señora que de la ciudadanía.
El modo de Gobierno neoliberal reinante (que tiene poco de nuevo y menos de liberal) se funda en el uso del Estado para la mercantilización general de las relaciones humanas, la extensión de la cultura de mercado a todos los dominios de la vida, la reducción del ciudadano a hombre económico sin otros atributos. La principal tarea del Estado es facilitar el enriquecimiento sin poner trabas a los abusos del poder económico, garantizar la seguridad jurídica (eufemismo de ensanchar los ámbitos de impunidad del dinero), asegurar la complicidad con los poderes corporativos y proveer infraestructuras y seguridad en la calle. No es difícil entender que con la reducción de la polivalencia del hombre a una sola dimensión, la económica, y con la promiscuidad permanente entre política y dinero, la corrupción se haya hecho sistémica. Y la democracia se haya debilitado porque el complemento de este modelo es la cultura de la indiferencia, que mutila al ser humano de su condición política. Dice
Peter Greenaway, “que tengas ojos no significa que sepas ver”. El dinero desincentivó las ganas de mirar y denunciar.
El discurso de los emprendedores es el correlato mediático y educativo de este modelo de Gobierno. El ciudadano como empresario de sí mismo. “No busque trabajo, créeselo”, se dice con una impunidad insultante. Días atrás, en un debate entre empresarios y economistas sobre la nueva y sagrada condición de emprendedor se alcanzó una brillante conclusión: la principal fuente de financiación de los emprendedores son los amigos y la familia. O sea, el que no viva en Puerta de Hierro o en Pedralbes lo tiene crudo. ¿Esta es la gran revolución de los emprendedores?
Hay una correlación directa entre modo de gobierno neoliberal, burbuja, corrupción, hecatombe y recortes. Si el dinero es el único criterio de evaluación social, si todo lo legal es moral, ¿qué podemos esperar que pase? Sencillamente que se pierda la idea de límites y todo parezca posible: desde el soborno hasta la más disparatada inversión inmobiliaria. La racionalidad pierde pie en un clima de plena impunidad. El modelo de gobernabilidad neoliberal ha tenido tales efectos desocializadores que se han necesitado tres años de crisis para que la ciudadanía empezara a recuperar la palabra. Solo cuando la injusticia flagrante se ha hecho visible (los desahucios, por ejemplo), la gente ha reaccionado.
No tengo ninguna duda de que no todos los políticos son corruptos. Estoy incluso convencido de que hay más honestos que corruptos. Y sigo defendiendo la política, porque donde la sociedad no se organiza políticamente mandan las mafias y los poderes ocultos. Pero la corrupción ya no es un problema de conductas individuales, es estructural a un sistema que ha cerrado la política a la sociedad y ha creado una espesa casta política, económica y mediática. Y la pasividad del gobernante (véase Rajoy en al caso Bárcenas) también es una forma de corrupción. De ahí que la confianza en los dirigentes haya caído a tales niveles que ya ni siquiera es posible un civilizado pacto de desconfianza democrática: “No vamos a hacernos grandes ilusiones sobre vuestras promesas, os vigilaremos de cerca, pero no nos defraudéis más de la cuenta”. De hecho, el modelo neoliberal ha alcanzado uno de sus objetivos: el desprestigio de la política de la que tanto se sirve, para que no sea palanca de cambio. De ahí que, o los partidos políticos son capaces de renovar a fondo el régimen político o se debilitarán seriamente en su ciega defensa de un orden establecido en el que han aceptado jugar un papel ancilar. Los escenarios posibles son tres: reforma a fondo del régimen con una seria redistribución del poder que pasa por debilitar a los poderes corporativos; perpetuación del
status quo por la vía del autoritarismo posdemocrático, neutralizando los instrumentos democráticos que deberían servir para luchar contra el abuso de poder; un aumento de la conflictividad y de la fractura política y social de imprevisibles consecuencias. Lo que ocurra dependerá, como decía
Isaac Rosa, de
que el miedo cambie de bando y los poderosos descubran que también tienen que atender al poder de los que no tienen poder.
Josep Ramoneda,
Emprendedores y corruptos, Domingo. El País, 10/03/2012