Si usted tiene hijos pequeños, probablemente esté familiarizado con los exitosos dibujos animados de Caillou. Caillou es un niño sin pelo, muy dulce y cariñoso, que en cada capítulo descubre cómo ser feliz junto a su adorable familia. Pues bien: odio a ese miserable.
Caillou jamás grita ni pierde la paciencia ni hace berrinches. Si llueve, se queda jugando en casa. Si no le gustan las verduras, imagina que son golosinas. Si su hermana quiere un juguete, se lo presta. Mis hijos no son así. Cuando quieren algo, berrean. Y se pelean porlos juguetes. Y se ponen de mal humor cuando no salen de casa. Así que cuando veo a Caillou, me pregunto: ¿Habré hecho algo mal? ¿En qué me he equivocado? ¿Por qué mis hijos son peores que un maldito dibujo animado?
Por no hablar de los padres. Los padres de Caillou no pierden la paciencia ni por un minuto. Jamás discuten. Siempre tienen una idea ingeniosa de un nuevo juego educativo, que su pequeño recibe con alborozo. Y encuentran magia en cada detalle de la vida cotidiana. Una vez, mi esposa y yo estábamos discutiendo ferozmente y tuvimos que disimularlo porque llegaban los niños. Para no tener que hablarnos –porque en ese momento no nos soportábamos– pusimos a Caillou. Frente a nosotros aparecieron esos padres perfectos, llenos de paciencia, que jamás tenían desacuerdos ni alzaban la voz. Yo me sentí como una cucaracha.
Usted se preguntará por qué, si detesto tanto a Caillou, no apago el televisor. Pues porque no se puede. Los niños lo quieren. Lo piden. Lo exigen. Pueden soplarse diez capítulos seguidos de sus aventuras (y digo “aventuras” por llamarlas de alguna manera, porque nunca pasa nada). Yo intento proponerles alternativas, como Gormiti o Dora la Exploradora. Pero los chicos adoran a ese niño calvo y repelente. Comprendo que Caillou pinta un mundo ideal a la medida de estos niños. Eso es lo que buscamos en la ficción. La protagonista de las telenovelas es una campesina pobre que trabaja como empleada doméstica, pero siempre rubia, alta y con acento venezolano. James Bond nunca se despeina ni se moja ni pierde la flema inglesa. Todo eso es imposible, pero da igual: los espectadores queremos ser rubias con acento venezolano o agentes secretos elegantes. No queremos ver la realidad en la pantalla, sino nuestros sueños. Y si tienes dos años, tu máximo anhelo es que tu papá te lleve al jardín y te regale una pelota.
Pero si tú eres el papá, Caillou es una impúdica exhibición de tus imperfecciones, un innecesario despliegue de crueldad, un espejo cuyo reflejo es mucho mejor que tú.
Por ello, cuando estoy en un entorno adulto, cobro venganza. Frente a mis amigos, dedico a ese niño calvo una batería de bromas crueles, sarcasmos y mofas, con el único fin de devolverle toda la bilis que él me produce. La última vez que lo hice, en una cena, un amigo me respondió:
–¿Sabías que tiene cáncer? –¿Quién tiene cáncer? –Caillou. Por eso es calvo. La serie trata de reforzar la idea de que es posible ser feliz aun en las circunstancias más amargas. Y su objetivo es animar a los niños que sufran enfermedades.
Un silencio de reprobación se extendió a mi alrededor. Y yo no volví a abrir la boca en tres días.
Total, que llevo tres días tratando de saber si Caillou está enfermo de verdad. Al parecer, es sólo un rumor. Nadie lo con-firma ni desmiente oficialmente. Las redes sociales hierven en debates al respecto. Me inclino a creer que es sólo una alopecia temporal. En cualquier caso, ese niño ya ha conseguido lo que quería: ahora no sólo me siento como un padre imperfecto. También soy un canalla sin sentimientos.
Santiago Roncagliolo, El niño calvo, El País semanal, 10/03/2013