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David Eagleman |
La conciencia es como un diminuto polizón en un transatlántico, que se lleva los laureles del viaje sin reconocer la inmensa obra de ingeniería que hay debajo. (…)
En un reciente experimento, se les pidió a algunos hombres que clasificaran las fotos de diferentes caras de mujer según su atractivo físico. Las fotos eran de veinte por veinticinco, y mostraba a las mujeres mirando a la cámara o en un perfil de tres cuartos. Sin que los hombres lo supieran, en la mitad de las fotos las mujeres tenían los ojos dilatados y en la otra mitad no. De manera sistemática, los hombres se sintieron más atraídos por las mujeres de ojos dilatados. Lo más extraordinario es que ninguno de ellos se dio cuenta de que eso había influido en su decisión. Ninguno de ellos dijo: «He observado que sus pupilas eran dos milímetros más grandes en esta foto que en esta otra.» Simplemente se sintieron más atraídos por unas mujeres que por otras por razones que fueron incapaces de identificar.
Así pues, ¿quién elige? En el funcionamiento en gran medida inaccesible del cerebro, algo sabía que los ojos dilatados de las mujeres tenían relación con la excitación y la buena disposición sexual. Los cerebros lo sabían, pero no los hombres que participaron en el estudio, o al menos no de manera explícita. Es posible que los hombres no supieran que su idea de la belleza y de la atracción es algo profundamente arraigado, guiado en la dirección correcta por programas forjados por millones de años de selección natural. Cuando los hombres eligieron a las mujeres más atractivas, no sabían que la elección en realidad no era suya, sino que pertenecía a los programas que más profundamente han quedado grabados en el circuito del cerebro a lo largo de cientos de miles de generaciones.
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