Robert Castel |
A Castel no le gustaba mucho hablar de sí mismo, pero a lo largo de los años fue dando detalles de su vida a medida que la amistad se consolidaba. Nació en una familia humilde en Saint-Pierre-Quilbignon en 1933, una comuna rural cercana a la ciudad de Brest. Su madre murió de cáncer cuando tenía 10 años y dos años después se suicidó su padre, al que encontró colgando de una cuerda. Así atravesó la infancia en plena Guerra Mundial este hijo del mundo obrero.
Hace pocos años, contó cómo un profesor de matemáticas lo alentó a salir de la formación técnica que lo predestinaba a convertirse en obrero, “Usted tiene pasta para otra cosa” le dijo. Ganó una beca para cursar el liceo y en 1959 devino profesor de filosofía bajo la tutela del filósofo Eric Weil. Hacia 1966-67 conoció en el comedor de la Universidad de Lille a Pierre Bourdieu, de quien sería amigo hasta el final. Cansado de los “conceptos eternos” se acercó a la sociología que estudió en la Sorbona con Raymond Aron. Luego fundó la Universidad de Vincennes (hoy Paris 8) e integró en 1990 la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
Hasta principios de los 80 trabajó sobre el psicoanálisis y la psiquiatría convirtiéndose en uno de los primeros sociólogos en abordar el tratamiento social de la locura. Cuando en 1980 le acercó a Michel Foucault el manuscrito de La Gestión de los Riesgos (1981), el filósofo del poder consideró que el texto de Castel ponía fin a su célebre Vigilar y Castigar (1975). Castel anticipaba que los modos de control social y de ejercicio del poder no se harían ya de modo presencial y a través de la vigilancia directa sino por medio de estadísticas y de la definición de “poblaciones en riesgo”. Lo descubrió observando un dispositivo de política social sobre la infancia en riesgo, y es seguramente por ello que tanta aversión le provocaba el modo descuidado e irresponsable con el que muchos sociólogos ceden hoy a temas de moda como el “sentimiento de inseguridad”.
Cuando lo conocí, Castel acababa de publicar Las Metamorfosis de la Cuestión Social (1995), una obra monumental considerada por muchos como el libro más importante de sociología de los últimos años. Le llevó una década de investigación, buscando entender lo que él consideraba como una “gran transformación” que probablemente cambiaría la morfología de las sociedades occidentales y que amenaza con liquidar la larga construcción que en Europa había dado respuesta a las contradicciones del mundo del trabajo. Puedo imaginarlo hoy como tantas veces lo vi, tan preciso como paciente, redactando aquellas 490 páginas de letra infantil con su birome Bic, con el cigarrillo como única compañía. Así remontó el tiempo hasta que pudo afirmar con un tono apenas provocador: “la cuestión social empieza en 1349”. La peste liquidó entonces las bases sociales de la Edad Media cuando centenas de miles de antiguos campesinos y artesanos perdieron su lugar en la sociedad y comenzaron a errar como vagabundos. Se anuda allí la contradicción fundamental que organiza el presente. El mundo social se divide entre quienes son considerados ineptos para el trabajo y los otros. Mientras que los primeros son eximidos de la carga laboral y pueden esperar los socorros de la asistencia pública, los aptos a trabajar deberán conquistar un lugar en el mundo por medio del empleo y no tendrán derecho a la asistencia. Ese gran integrador que es el trabajo produce así efectos paradójicos toda vez que la coyuntura económica impide trabajar a quienes disponen de sus fuerzas: la figura del desempleado es terrible porque la sociedad no tiene lugar para quien, siendo apto, no trabaja. Se entiende también el principio fundamental que atraviesa nuestras sociedades así estructuradas: sólo el trabajo permite la integración social, pero no siempre el trabajo la produce pues para que el trabajo sea fuente de seguridad y de dignidad, éste debe estar rodeado de protecciones, atravesado por el Derecho y regulado. Sólo bajo esas condiciones se vuelve empleo y da lugar a “cierta independencia social”, de lo contrario el trabajo conduce a la sumisión, a la pobreza y a la indignidad.
Castel produjo una sociología gobernada por un principio de realidad que se imponía a sí mismo con un rigor y una disciplina que no dejaban lugar a la mínima fantasía. En los 70 enfrentó a quienes fantaseaban con el potencial liberador de la locura y en los 90 a quienes soñaban con “el fin del trabajo”. No hay escapatoria al trabajo en nuestra civilización, pero el trabajo sin protección social no es sino opresión. Castel era suficientemente independiente como para entusiasmarse con quienes toman sus deseos por realidades. Así lo vimos durante años escuchar impasible las críticas de quienes lo consideraban anticuado o pesimista. Con una modestia tal vez única, se limitaba a repetir algunas de las preguntas que orientaron su reflexión: ¿cómo sería una sociedad que no estructure el trabajo?, ¿qué ocurre cuando el empleo se desregula y se desprotege al trabajador? Pero también señalaba el brutal costo social que pagan quienes, generalmente contra su voluntad, se ven apartados del mundo del trabajo.
Denis Merklen, Recuerdos del sociólogo que diseccionó el trabajo, Ñ revista de cultura, 25/03/2013