Tal vez, de acuerdo con lo que declaran quienes acostumbran a ser considerados como expertos en el asunto, resulte conveniente para evitar catástrofes sistémicas inyectar capital en los bancos. Pero lo que resulta ya no conveniente, sino directamente imprescindible para que no naufraguemos en una gigantesca desagregación colectiva es inyectar sociedad no sólo en los partidos políticos sino también en la mayor parte de nuestras instituciones públicas.Los poderosos esgrimen el dato del numeroso ejército de parados para empobrecer más aún a los que todavía conservan algún puesto de trabajo. Si algún hilo conductor recorre los libros abajo mencionados es el decidido rechazo a la deriva adoptada por el mundo de un tiempo a esta parte, cegando por completo la posibilidad, no ya de continuar alimentando la expectativa de un orden más justo y equitativo, sino incluso la de que el orden existente hasta ahora fuera capaz de limar sus aristas más afiladas y dolorosas, sus injusticias más flagrantes. Hasta tal punto han caducado dichas expectativas que la consigna misma de un capitalismo compasivo —presunto hallazgo comunicativo no tan lejano de algunos partidos conservadores— ha terminado por parecer ingenuamente bienintencionada, candorosamente benefactora.
Esta nueva y descarnada percepción de nuestra realidad colectiva va mucho más allá de la mera constatación del estado de cosas existente, para dejar en evidencia buena parte de los supuestos sobre los que descansaban las viejas expectativas (es, en ese sentido, una constatación que incluye la crítica). Así, el convencimiento de la racionalidad del sistema, aceptado en su momento incluso por los más críticos, parece haber hecho aguas, y de manera ostentosa, por todas partes. Día sí, día también, fallan de manera estrepitosa las previsiones acerca de los futuros comportamientos de los mercados, reinterpretados a toro pasado de forma descaradamente ad hoc a base de apelar a nuevos elementos no tenidos en cuenta en la primera interpretación y que nada alcanzan a clarificar. (Ha habido diarios en este país que, hace unos meses, atribuían la subida de la prima de riesgo soberana al espanto de los inversores al tener noticia de la quema de contenedores en una jornada de huelga, de la misma forma que no faltaron ministros que endosaron idéntica subida a la pitada al himno nacional en un campo de fútbol con ocasión de una final retransmitida por televisión a todo el mundo).
Lo propio cabría afirmar respecto a la forma, entre displicente y paternalista, con la que desde el poder se nos propone últimamente orillar determinados planteamientos, como los representados por el discurso feminista, el ecologismo o los indignados, con el pretexto de la urgencia de las cuestiones económicas por encima de cualesquiera otras. Cuando, como argumentan los diversos colectivos feministas que colaboran en R-evolucionando, Jorge Riechmann en su libro El socialismo puede llegar sólo en bicicleta o Joseba Fernández, Carlos Sevilla y Miguel Urbán en la compilación ¡Ocupemos el mundo!, son todos esos planteamientos los que se esfuerzan precisamente por intentar introducir equidad y razón en un mundo tan injusto como caótico. ¿O es que alguien puede considerar razonable poner en juego nuestra supervivencia como especie por causa de la codicia insaciable de unos pocos?
No parece, desde luego, que lo que debamos hacer el resto, esto es, la gran mayoría social, sea ceder a ese Gran Chantaje que parece constituir el signo de estos tiempos. Chantaje por el cual los poderosos esgrimen el dato del numerosísimo ejército de parados —por recuperar la clásica expresión de Marx— para empobrecer más aún a quienes todavía conservan algún puesto de trabajo, utilizando cara a la galería el argumento de que resistirse a dicho empobrecimiento equivaldría a colocarse en el lugar del egoísta insolidario. “¿Tenéis el descaro de quejaros de vuestras penurias cuando hay gente que lo está pasando infinitamente peor que vosotros?”, viene a ser la cínica formulación presentada por quienes precisamente han contribuido en gran medida a la situación en la estamos. Por debajo de esta apelación a la solidaridad (siempre de los demás, claro), el argumento que esos mismos poderosos susurran por lo bajo a los desfavorecidos viene a ser este otro, de signo bien distinto: “Mucho ojito con pasaros con las protestas no vaya a ser que acabéis como ellos”. O, formulando esto mismo con palabras prestadas, las del filósofo esloveno Slavoj Žižek: “Se nos dice que la única manera de salvarnos en estos tiempos difíciles es empobrecer más a los pobres y enriquecer más a los ricos. ¿Qué deberían hacer los pobres? ¿Qué pueden hacer?”.
En cierto sentido, la respuesta a tales preguntas la encontramos en el volumen de Donatella della Porta y Mario Diani Los movimientos sociales: se trata de encontrar nuevas formas de organización y de acción colectivas, orientadas a ese objetivo de inyectar sociedad al que nos referíamos al principio. Porque si, por repetir otro tópico, la inyección de dinero a los bancos garantiza que continúe fluyendo el torrente sanguíneo de la economía, la inyección de sociedad en partidos e instituciones constituye nada menos que la condición de posibilidad de que ese cuerpo común que formamos entre todos continúe vivo.
Manuel Cruz, Inyectar sociedad, Babelia. El País, 29/03/2013
Cal defensar la societat. Michel Foucault. Prólogo de Miguel Morey. Proteus. Barcelona, 2012. 391 páginas. 24 euros. Los movimientos sociales. Donatella della Porta y Mario Diani. UCM/CIS. Madrid, 2011. 433 páginas. 28 euros. ¡Ocupemos el mundo! Joseba Fernández, Carlos Sevilla y Miguel Urbán (editores). Icaria. Barcelona, 2012. 206 páginas. 16 euros. El socialismo puede llegar sólo en bicicleta. Jorge Riechmann. Catarata. Madrid, 2012. 255 páginas. 17 euros. R-evolucionando. Feminismos en el 15-M. VV. AA. Icaria. Barcelona, 2012. 87 páginas. 7 euros.