Paul Feyerabend |
Se entiende que los libros de Paul Feyerabend provoquen reserva, cuando no desprecio, entre los racionalistas y cientifistas, porque toda su obra está dedicada a desviarse del curso principal del saber técnico y del pensamiento filosófico que lo sostiene, con objeto de dar pábulo —y, hasta cierto punto, razón— a los discursos que no se avienen con la todopoderosa y ultra-convincente racionalidad técnica.
Este (Filosofía natural, Debate, Barna 2013) es un libro póstumo (Feyerabend murió en 1994). Formaba parte de una obra mayor en proyecto, pensada como una especie de teoría general de la naturaleza, que iba a ocupar tres tomos y en la que se examinarían con detalle las distintas maneras cómo los humanos hemos reflexionado acerca de los fenómenos naturales. Lo que se ha publicado es, en gran medida, el contenido del primer tomo, con el añadido de esbozos de los restantes, más alguna documentación secundaria donde Feyerabend describe, a modo de informes previos a solicitar un año sabático, lo que tiene la intención de investigar. Feyerabend es un autor característico, en el modelo de la vieja Ilustración alemana, como Herder o Humboldt, con una inmensa curiosidad y una cultura amplísima en filosofía clásica y moderna, en ciencia y en antropología y es, además, un gran ensayista: ameno, diáfano en la argumentación, mordaz y siempre polémico, virtudes que el traductor ha sabido transportar al español con inusitada eficacia literaria. Incluso cuando, pasadas las dos primeras partes del libro, que están mejor acabadas, la obra se fragmenta por la acumulación de lecturas a medio elaborar y en ocasiones incluso se repite, el texto mantiene la coherencia y el interés del comienzo.
Feyerabend pone todo su esfuerzo argumentativo en mostrar que la racionalidad científica es solo uno de los abordajes posibles a los misterios de la naturaleza. Describe con precisión —aunque en esto no sea demasiado original— las diferencias entre el mundo arcaico homérico, la filosofía de los jonios y, tras Parménides, el nacimiento de una naturaleza interpretada según concepto a la que debemos la reducción de lo natural a unidades sustanciales cuya índole podemos estudiar sorteando los efectos de los fenómenos engañosos, así como la incómoda sensación de que el objeto de nuestra curiosidad es un ámbito extraño, ajeno y hostil: lo que los románticos describían como un mundo que los dioses han abandonado. En su esfuerzo por recuperar esta visión encantada (aunque no mágica) de lo natural, Feyerabend rechaza que la naturaleza sea un campo que se ha de dominar: “No se trata de apoderarse de la Luna sino de conocerla”, afirma. Contra el naturalismo de conceptos fijos, suscribe el animismo de Tylor, el nominalismo de Whorf, el relativismo de Einstein y muchas de las tesis del “pensamiento salvaje” de Lévi-Strauss. Celebra la reintroducción de la idea de una naturaleza inestable y caótica con la termodinámica de Prigogyne y da unos cuantos argumentos en contra de la tesis de la “mentalidad mágica” del hombre primitivo; por ejemplo, desentraña los restos megalíticos de Stonehenge como un gigantesco dispositivo pensado como observatorio astronómico.
El libro dedica una parte importante a analizar la función epistemológica de los mitos y, como es previsible, vuelve sobre el conocido problema que los historiadores de las ideas estudian como “el paso del mito al logos”. Aquí Feyerabend se muestra desconcertante: seguro de que hay una “racionalidad arcaica” y de que nuestros ancestros, en términos de conocimiento de los fenómenos naturales, eran tan meticulosos y ordenados en sus observaciones como la moderna racionalidad científica, carga contra la interpretación simbólica o alegórica de la mitología. El mito sería, así, un lenguaje cuyo código racional se ha perdido y que es necesario reconstruir pero sin interpretar. Igualmente desconcertante se muestra cuando hace un abierto elogio del método de Aristóteles (y del mundo cualitativo del Estagirita), lo que el lector interpreta como un ataque apenas disimulado contra las consecuencias de la revolución científica impulsada por Galileo y, sobre todo, contra Descartes; lo que, sumado a otras fobias manifiestas (Kant, Popper), acaba comprometiendo el ánimo del lector.
Es una lástima que la muerte de Feyerabend dejara incompleta esta obra estimulante e interesantísima. En cualquier caso, aproveche el lector, que no será decepcionado, porque la edición, por otra parte, es estupenda.
Enrique Lynch, Racionalismo alternativo, Babelia. El País, 29/03/2013