Ron Mueck 10 |
El fenómeno es indiscutible: el cuerpo está en alza. Pensarán ustedes que me refiero a todas las modalidades del body-building, los estiramientos, liposucciones, musculaciones, siliconismos, modelados, cirugías y exhibiciones grandiosas en pasarelas actuales o virtuales, y desde luego que también se trata de eso, pero no únicamente. El mismo auge del cuerpo se experimenta en una zona (sólo nominalmente) mucho menos "espectacular" de nuestras sociedades, la que corresponde al Estado y a sus políticas "de salud", en donde el cuerpo como objeto que hay que proteger de toda clase de agresiones físicas -disminución de las dosis de azúcar, medidas antianoréxicas para top models, regulación de la clonación terapéutica, prevención del cambio climático y strip-tease de los pasajeros en los controles policiales de los aeropuertos- experimenta un protagonismo tan creciente que incluso el inconformismo alternativo tiene su manifestación en la estética del tatuaje o el piercing; pero si en estos dos escenarios político-mercantiles se trata ante todo del cuerpo sano, bello o provocador, la región de la "alta cultura" completa el círculo con la irresistible ascensión, en el seno de las artes visuales, de los cuerpos troceados, desventrados, desollados, obesos, enfermos, putrefactos, arrugados, degradados, muertos, desamparados y siempre tan desnudos como los que esculpen los nuevos artistas -principalmente británicos- capitaneados por el asombroso Ron Mueck (que se formó como técnico de efectos especiales); e igualmente coherente con este movimiento es lo que ha sucedido en el terreno del pensamiento a partir de los últimos años setenta: desde que Foucault lanzase la idea de biopolítica, de la prensión directa del poder sobre los cuerpos, el asunto no ha hecho más que precipitarse gracias a la "vida desnuda" y la animalidad de Agamben, los "órganos sin cuerpo" de Zizeck, los cyborgs de Haraway, el corpus de Nancy, la inmunidad de Esposito o la humanidad "animal" de Martha Nussbaum, hasta el punto de que las ciencias sociales y la filosofía política de la última década parecen orbitar en torno a dos nociones que se han vuelto en estos terrenos completamente dominantes: el riesgo y la vulnerabilidad física. Como si el sueño político-publicitario de una ingeniería biomecánica capaz de hacer el cuerpo resistente a toda agresión externa o interna no fuera más que la otra cara de la pesadilla formada por la infinita serie de amenazas que, desde los atentados terroristas hasta la infección del virus del sida, pasando por la contaminación alimentaria, la violencia en las escuelas, la intoxicación radiactiva, la intimidación racista, el abuso de edad o de género, el envenenamiento del aire o del agua y el allanamiento de morada con ensañamiento brutal, se ciernen sobre la trémula carne tan gloriosa y miserablemente reavivada.
Hasta ahora, dos son las principales hipótesis que compiten para explicar esta inesperada resurrección de la carne. La primera es que la creciente sensación de vulnerabilidad es la expresión de la indefensión derivada del desmantelamiento progresivo de las instituciones de protección social características del Estado de bienestar. La segunda -contraria, aunque no del todo incompatible- es que el fenómeno delata un nuevo avance del control político sobre la vida de los individuos por parte del Estado y los poderes adyacentes, una fase ulterior del higienismo o incluso del biologicismo totalitario mediante los cuales el mercado y el Estado continúan la apropiación de los cuerpos que comenzó en cuanto su desacralización los declaró ilimitadamente violables y profanables. Ambas hipótesis tranquilizan nuestra mala conciencia, porque sugieren que tanto el arte como el pensamiento (que siempre son buenos) critican y denuncian los manejos del poder (que siempre es malo), pero no parecen del todo convincentes: si el Estado es un complot maligno para controlar los cuerpos, ¿por qué sufraga a los artistas y pensadores que delatan esa conspiración? ¿Y por qué la imagen del cuerpo desnudo habría de ser la denuncia del abandono de unas instituciones que no protegían físicamente (al contrario, el Estado de bienestar era compatible con riesgos tan insanos como la elevada contaminación ambiental y la posibilidad del holocausto nuclear) sino jurídica y socialmente mediante la estabilidad monetaria, la previsibilidad laboral y la cobertura pública de los riesgos derivados de las inclemencias del mercado?
Quizá el error consiste en pensar que tanto las artes como el pensamiento son espontánea e inmediatamente "críticos" y "denunciadores" de las artimañas del poder; quizá, al menos en un porcentaje elevado -y tanto más elevado cuanto más amplia es la difusión mediática de esta nueva vulnerabilidad del cuerpo-, la cultura cumpla también la función de crear los "efectos especiales" necesarios para proporcionar una dosis mínima de legitimidad a un Estado que ha abandonado el ideal de proteger a los ciudadanos contra el desempleo, el abuso de los más fuertes o la inseguridad jurídica, y que sobre todo ya no puede prometerlo como antes lo hacía, es decir, a largo plazo o "para toda la vida" (expresión que ahora sólo suscita la compasión, el asco o la sonora carcajada de los ideólogos posmodernos); este poder ya únicamente sabe hacerse tolerable como suministrador de protección física, salvador de la salud o guardián de la integridad del cuerpo amenazado por las bombas. Los sociólogos han descrito este movimiento como la transición desde el Estado de bienestar al Estado de la seguridad -pero, entiéndase, no de la seguridad jurídica, que era la que proporcionaba el Estado social, sino de la seguridad física-, y para hacer de la seguridad física algo deseable hay que hacer primero de la vulnerabilidad corporal algo visible y tangible, hay que propagar la "fragilidad", la "animalidad" y la "desnudez" físicas como los nuevos rasgos definidores de la humanidad. Bien es cierto que estas legitimaciones tampoco pueden servir ya "para toda la vida" (las vacas locas tuvieron bastante éxito, mucho más que la neumonía asiática, que sin embargo era prometedora, y la gripe aviaria parece haber decepcionado ampliamente las expectativas de taquilla, mientras el cambio climático sigue sin calar masivamente en la población a pesar de los grandes esfuerzos mediáticos hechos en su favor, y resultan mucho más eficaces las amenazas potenciales de las células terroristas o las oscuras bandas de sádicos inmigrantes criminales, aunque ninguna de ellas termine de llegar a una cifra de mártires suficientemente persuasiva); son legitimaciones de bajo coste que, como ciertas compañías aéreas de ingrato recuerdo, sólo pueden mantenerse en cartel durante una breve temporada y luego dejan a sus víctimas en un desamparo que, a pesar de ser netamente jurídico y económico, sólo puede visualizarse como un abandono corporal que las convierte en objeto de la "ayuda humanitaria" y las entrega a las instituciones de caridad.
Entiéndanme: no quiero que nadie se infecte ni pienso que las epidemias sean invenciones conspiratorias de los políticos en busca de votos o de la voraz industria farmacéutica. Sólo digo que los miedos producidos con fines legitimadores suelen ser, como prueba la experiencia histórica, profecías que se autocumplen. El temor a estos nuevos fantasmas físicos, a fuerza de hacernos vulnerables a ellos, acabará por convertirlos en un negocio tan rentable que los espectros se materializarán más temprano que tarde y se convertirán en realidades ingobernables. Y, cuando esto suceda, ni la seguridad del Estado ni la de las empresas biotecnológicas podrán protegernos contra monstruos que superarán en estatura y en complexión plástica a los impresionantes muñecos de Ron Mueck.
José Luis Pardo, Cuerpos desnudos, El País, 03/03/2007