Heráclito y Parménides corresponden cronológicamente a la constitución ateniense de Clístenes (508), que representa un enorme salto democratizador comparada con la de Solón (594). Anaxágoras vive en Atenas durante la época de Pericles y Efialtes, cuando el partido popular logra hacer que la responsabilidad política pase completamente de la nobleza al pueblo.
5.1. El sistema de Anaxágoras se articula sobre dos principios. El primero es el de que todo está en todo: en contraste con los atomistas, no hay «lo más pequeño», ni lo «simple», ni lo «indivisible». Cualquier cosa, el más minúsculo de los granos de polvo, constituye una mezcla infinita donde están presentes todos los elementos del cosmos. Cierta proporción de esos ingredientes será espuma, otra cielo y una tercera roca o pájaro, sin que cosa alguna pueda existir jamás de modo realmente «separado». El único cambio efectivo es por eso el de la proporción.
«Sobre esto de engendrarse no juzgan correctamente los griegos, pues nada se engendra ni perece, sino que se produce por mezcla o separación de cosas que ya son. Por eso, al engendrarse sería correcto llamarlo unirse y al perecer disgregarse» (Fr. 17).
A los ingredientes fijos en la mezcla los llamó Anaxágoras «semillas» (spérmata). Este concepto no acaba de ser claro, debido quizá a los escasos fragmentos conservados. Parece que estas semillas eternas e increadas eran partículas de cada cosa natural, como si suponemos que el oro visible está formado por innumerables semillas microscópicas de oro, el pelo por semillas de pelo, etc. Anaxágoras sólo afirma que son «infinitas en número y todas diversas entre sí» (Fr. 4).
5.2. El segundo principio es la inteligencia o nous, que no aparece como una facultad pensante de ciertos seres tan sólo, sino como razón objetiva que ordena y gobierna el movimiento. Si logos era «determinación», nous es determinabilidad, «discernimiento». Los cosmos se originan cuando la mezcla de infinitos infinitos resulta discernida por la inteligencia, que es «la más sutil y pura de todas las cosas», y cuyo ir separando los diversos ingredientes de la mezcla constituye un proceso gradual. La inteligencia no es una voluntad, ni se identifica con el alma encarcelada en la materia de los pitagóricos, ni puede considerarse siquiera algo incorpóreo, sino que constituye un elemento tan físico como la luz. El movimiento que instaura, dividiendo la mezcla en suertes o destinos (moiras) deja en realidad todo «igual», al mismo tiempo que pone allí definición, transformando el magma (meigma) confuso en una naturaleza cualitativa. Aunque parezca un sistema dualista, en línea con las creencias órficas, Anaxágoras es completamente fiel a los supuestos principales de la física jónica desde Anaximandro. Describiendo la especialización espontánea de una totalidad, sus dos principios son lo definidor (nous) y lo definido (spérmata), pero esto es en si un solo proceso.
La filosofía de este último jonio nos hace patente la grandiosa operación consumada en un plazo inferior a los cien años. El resultado al que se llega, en términos generales, es una materia determinada por la razón, una simbiosis del pensamiento y lo real que transforma la actitud del hombre hacia el mundo. Ya no hay dioses, ni demonios, ni magias propiciatorias. Ante el ser humano hay sólo una physis que es por sí, cuya investigación imparcial será la nueva meta. Los llamados presocráticos han creado los medios para consumar esa distancia crítica ante las cosas externas y los impulsos internos que inaugura el ideal de la ciencia.«El nous, lo eterno, está también ahora allí donde está todo lo demás» (Fr. 14).
Antonio Escohotado, Anaxágoras  [www.escohotado.org]