El deseo es la base de la existencia. Su primer impulso y su última justificación. No hace falta decir más. El indeseado es como un cadáver y quien ya no desea nada más ha perdido la razón para seguir. El deseo lo vale todo al punto de que más allá del deseo, el deseo mismo consiste, exasperadamente, en el deseo de desear. Mientras la ecuación funciona hay fuerzas para no morir.
En términos sociales, la acentuación del deseo coincidió, en la etapa consumista, con la prosperidad. A muchos les parece el consumismo un veneno pero, por el contrario, fue un elixir. Ahora nos damos cuenta cuando todo aquello pasó y estamos desmoronados. Sin embargo, siendo el deseo fundamental, no se reduce, por supuesto, a desear objetos, spas, sexo viajes y cosas así. Antes del consumismo hubo una época en que la cultura se deseaba como bien superior. Ser culto o acceder a la cultura era tan estimable como para atribuirle buena parte de la felicidad o el mejor disfrute de este mundo. El ciudadano culto transmitía la impresión de que obtenía mayor placer paseando por una nueva ciudad, leyendo un nuevo libro o viendo un nuevo cine que quien no disponía de ese caudal. La cultura actuaba como alternativa al dinero y otros tópicos como un universo exquisito en donde hasta el bien y el mal se engalanaban y tanto el odio como el desprecio, la ternura o la amistad adquirían una superior densidad copulativa.
El deseo de cultura venía a ser, en fin, el deseo de poseer unos saberes y sabores especiales para degustar la vida pero incluso, los pensamientos sobre la muerte o el sufrimiento adquirían un plus de reflexión. Los incultos no sólo no sabían esto o aquello sino que, por decirlo exactamente, "ni se enteraban". La traza de su paso por la existencia raramente abría caminos ni, por supuesto, se adornaba con los detalles que componían, en el lienzo o en el lecho, la joie de vivre.
Pero esta demanda o aspiración de ser culto ha desaparecido con una facilidad y rapidez impensable. Una desaparición tan súbita y radical que se parece en todo a la pérdida del bienestar o a la ruina de cientos de miles de empresas y millones de trabajadores.
Ciertamente todos quieren hoy conocer, sea por inercia, por razones de empleo o por no perder su relación con los smartphones. "Queremos saber", decía el programa de Mercedes Milá. Pero una cosa es querer saber cuál es la dirección de una calle y otra saber el qué. La demanda de conocimientos direccionales ha cubierto de masters, cursillos on line y universidades fantasmas el panorama de la educación. Pero como ya se llama cultura a casi todo es inútil distinguir lo egregio de lo chabacano. O, de otro modo, de la misma manera que mucho sexo es igual al rancho sexual, cultura a granel es igual al saldo de la cultura.
Lo culto fue, hace apenas unas décadas un valioso túmulo al que se pertenecía o no se pertenecía. Los cultos y los incultos se distinguían tal como los agraciados y los desgraciados. Pero la tan amplia como falsa democracia de estos años ha logrado el efecto de no abrir las puertas de la Cultura a más gente sino de mezclar lo feo con lo hermoso, lo bueno con lo mediocre y lo humano con los X-Men.
¿Ser culto? ¿Para qué? ¿Cómo reconocer hoy aquél intenso deseo de serlo? A semejanza del mundo de las redes sociales no hay ahora un claro anillo que delimite el olor de la excelencia. Chapoteando en esta circunstancia inodora, la cultura ha ido enfangándose, descaracterizándose y, finalmente, decidiendo convertirse en mierda (freudiana). ¿El deseo de esta cultura? ¿La infantilización freudiana de la sociedad? Todo es parte de lo mismo: la fusión del oro y el excremento. El reciclaje del desecho en bolsos de Prada. La transformación de la concupiscencia intelectual en un pecado venial de bajo rango.
Vicente Verdú, El deseo de cultura, El Boomeran(g), 26/09/2013