La normalidad nadie sabe bien lo que es, pero la percepción de la anormalidad es casi instantánea. Y llevamos una larguísima temporada de anormalidad social y política. No, no estoy hablando del independentismo y sus movilizaciones masivas, ni pienso tampoco en el tránsito súbito que ha vivido la cúpula de Convergència, ni tan siquiera hablo de la seducción progresiva que las izquierdas en Cataluña sienten hacia el proyecto de romper amarras con España. Lo que me parece de veras anormal es la marginalidad actual de actitudes intelectuales y éticas de las que habíamos empezado a disfrutar desde hace apenas 30 años. Parecían irreversibles las virtudes de la tradición laica, recelosa ante las efusiones de la pasión patriótica y partidaria de la templanza cívica (sobre todo, en política).
El espíritu esencialista en discursos calculadísimos o la abusiva, asfixiante presencia de banderas en las calles y en los balcones remueven la conciencia de quienes creemos que los países no son buenos ni malos, y más bien tendemos a pensar que las patrias convertidas en objetos eróticos destilan un tipo de óxido altamente corrosivo, nunca inocente y casi siempre devastador de valores superiores a la pertenencia o la identidad.
La escena pública está perdiendo galopantemente una porción central de su más alto valor de crítica y debate racional, incisivo, argumentado y voluntarioso. Parece agostada por el empuje de un proyecto de Estado (la Generalitat) y una sentimentalidad que actúa sin remilgos en la frontera de la propaganda compulsiva y por eso descalifica como absurda, inútil, desfasada o gastada cualquier alternativa perfectamente razonable.
A quienes nunca imaginamos como propagandistas intransigentes, los vemos hoy actuar así, incluso con una manifiesta deserción del principio de objetividad sobre la realidad. El delirio de que Catalunya ha vivido oprimida y sin libertad es el fundamento de una inocencia terriblemente sospechosa porque la inocencia de los Estados ricos es como mínimo dudosa. Y en el contexto español, Cataluña es una sociedad rica.
La brecha que ha abierto el poder de la Generalitat alentando por todos los medios la movilización del independentismo es una brecha real, es tangible, no es retórica ni forma parte de las cábalas de pesimistas profesionales ni de patriotas de otra patria. La tolerancia a las versiones alternativas de futuro ha mermado sin reservas y aplicar alguna forma de humor más o menos ácido al proceso es netamente suicida. El capital ético y civil que dilapida el actual proceso de mitificación de la independencia es muy difícil de restituir, tanto si vamos a la independencia como si no. Los análisis consecuentes de las cosas no se suplen con movilizaciones, sino a través de mecanismos equivalentes capaces de evidenciar la complejidad de lo real, y el coste de soportar lo real. No acabo de nacer, palabra, así que ya sé que la política trabaja con emociones sociales, pero sé también que las situaciones de crisis propician construcciones de estirpe religiosa para escapar a la evidencia empírica de datos monstruosos en términos sociales, laborales o económicos.
Cualquier catalán no movilizado en la causa sabe que situarse a una prudente distancia es desleal, pero proponer alternativas despierta una irritabilidad reactiva visiblemente furibunda. Las tertulias televisivas de los últimos días, desde el mismo 11 de septiembre, han dado muestras bochornosas de esa impaciencia verbal y hasta física, gestual, ante cualquier intento de imaginar el futuro de Cataluña que no pase por donde tiene que pasar (y eso que en todas las tertulias los invitados no independentistas son testimoniales).
A menudo, hay medios catalanes que reclaman las voces de allá. Yo más bien tiendo a echar de menos las voces de aquí, o lo que era aquí hasta hace nada con gentes como Ferrater Mora: la de aquellos a quienes todavía les parece superior a la identidad, la bandera o el egoísmo social, la cordura escéptica, el pensamiento crítico, la solidaridad activa, la racionalidad ecuánime y hasta el recelo instintivo a movilizaciones dirigidas por el poder, sobre todo cuando el poder finge una inocencia que hace mucho tiempo que la modernidad descartó como valor siquiera virtual del poder.
Jordi Gracia, Mal pálpito, El País, 25/09/2013